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Aysha

Me desperté como un zombi. Sentía los ojos hinchados y la cabeza embotada. Llevaba casi tres semanas sin dormir bien. Cada vez que cerraba los ojos, recordaba las palabras crueles de William y su rugido, que había oído desde las escaleras mientras bajaba de la torre.

Sabía por qué lo había hecho, y quizá la certeza era lo peor. Prefería que de verdad no quisiera nada conmigo y por eso me hubiera echado. Pero, llegado el momento de tratar de superar sus problemas, había elegido esconderse. Y eso dolía.

Yo procuraba no mirar la torre, aunque era difícil porque era muy grande y de pronto parecía que se veía desde todos lados. Sin embargo, era un problema que solo tenía cuando conseguía llegar a la cama por la noche tarde, porque durante el día, parecía que todo iba mal.

Habíamos empezado las obras en el piso superior. Yo me había mudado a una de las habitaciones de servicio, desde la que también se veía la torre oeste, por cierto, pero eso es otro tema. Arriba había que rehacerlo prácticamente todo y ya había temido que pudieran salir cosas mal, pero no me esperaba que absolutamente todo se pusiera en nuestra contra.

Era como si hubiera un poltergeist travieso dispuesto a paralizarnos las obras. Uno de los días, estallaron las cañerías de todos los baños, cuando ya estaban casi puestas. Según el fontanero había sido porque la presión del agua había aumentado mucho por culpa de un problema en la caldera. Tuvimos que secar todo el piso superior y paralizar las obras casi una semana para ello. Luego, tuvimos que tirar uno de los muros ya construidos porque lo habían colocado unos metros más allá y el pasillo iba a quedar ridículamente estrecho. Además, los que tenían que traer los muebles del piso de abajo, los llevaron a la otra punta del país por error.

En cualquier caso, desde el día que se fueron Jade y Lorcan, y William me había rechazado, el contador de incidencias había estado marcando ceros días todo el tiempo.

De hecho, había empezado a temer que no lograríamos tener aquello listo a tiempo. Sabía que teníamos aún tres meses y pico. Es decir, en menos de la mitad de tiempo habíamos logrado acabar con una planta entera (o lo habríamos hecho cuando apareciesen los de los muebles otra vez), pero empezaba a estar aterrada por aquello. ¿Qué pasaría si no lo lograba a tiempo?

Yo no podía permitirme devolverle al señor Millerfort ni una libra del dinero que ya había cobrado. Era una locura. ¿Me penalizaría si no acababa la obra a tiempo? El optimismo se me fue acabando con el paso de los días, igual que la energía.

Cada mañana me arrastraba prácticamente fuera de la cama con la sensación de que mi cuerpo pesaba mucho más. Y hasta que no me tomaba el primer café del día, ni siquiera sentía que hubiera abierto los ojos del todo. Antes me levantaba con energía y deseosa de empezar un día nuevo. Ahora temía subir dónde estaban trabajando los obreros y encontrarme un nuevo desastre.

Y con diciembre llegó el frío y una nevada muy pronta en el invierno, que acabó de matar los ánimos.

—Tienes mala cara —me dijo la señora Bird cuando entré a la cocina.

Yo no respondí, ni siquiera me molesté en saludar. Cogí una taza y la llené de café hasta arriba y doble de azúcar. Para colmo de males, el día anterior mi padre me había llamado para preguntarme si iría en navidades a casa. Y no me había atrevido a decirle que no tendría forma de salir de aquel lugar.

Me bebí el café caliente de un par de tragos, junto con una pastilla para quitarme el dolor de cabeza y dejé la taza en el fregadero antes de subir al piso de arriba, dónde ya oía el martilleo.

—¿Qué ha pasado hoy? —pregunté a Gerald, que se rio un poco de mi desesperanza.

—Todo marcha en orden, jefa —aseguró—. Las tuberías funcionan y estamos levantando los primeros tabiques de las habitaciones, siguiendo tus medidas.

Cuando encuentres una rosa - *COMPLETA* ☑️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora