Capítulo 21

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—No, no te preocupes por nada. Marcela y yo amamos tener huéspedes en nuestra casa. En especial si son jóvenes y animados como ustedes— habían sido las palabras de Basilio al pedir en beneficio de Pauline si podían acogernos otro par de días. Y por joven y animada obviamente se refería a ella, que cada vez estrachaba un poco más su amistad con Marcela, incluso la escuché decir una vez que era como la madre que habría deseado tener, así que no podía menos que aguantar al viejo por una semana o dos. Lo que en verdad fueron dos meses.

Eran nuestras vacaciones del tiempo, que se sentían como estar encapsulados en una de esas agradables esferas de cristal siempre perfectas. El vientre de Pauline crecía a la par de mi aceptación del fenómeno llamado Laurie que vivía dentro y que era un varón. 'Mi hijo' me repetía todas las mañanas frente al espejo, y parecía dar resultado.

Decubrí que Marcela sí estaba algo loca como había pensado, pero era un buen remedio para Pauline, ya que era toda paz, agua calmante para la turbada mente de mi niña. Practicaban yoga, algunas otras cosas extrañas y Marcela le enseñó mucho de literatura, escritura y algo de filosofía tanto como se lo permitía. Pauline tenía un cierto genio y pronto pasaba largas horas leyendo un poco, escribiendo aquí y allá sobre cualquier superficie que pudiera usar, hasta que le regalé un pequeño libro con hojas crema preciosas que Pauline adornaba con majestuosos márgenes antes de salpicar los con la vida de lo que sea que escribiera en ellos. Era muy celosa con ese librito, aunque intentaba no molestarme cuando me negaba el placer de leerlo.

¿Qué hacía yo? Pasar las horas paseando por el extenso jardín del lugar mientras esperaba que Salvatore viniera a apuñalarme por la espalda (de forma literal) o que llegara la INTERPOL después de finalmente tener evidencia de mis pecados ¿Y acaso me importaba? No en realidad, pues parecía que al fin había hallado redención y la vida había dejado de torturar a Pauline por mis faltas. Podía pasar todas las tardes con ella, eso sí, abandonamos la pintura por un tiempo.

—¿Qué escribes?— pregunté por centésima vez aún sabiendo que la respuesta sería la misma. Caminábamos por el rústico sendero en la víspera de su cumpleaños número dieciocho, mi pequeña no despegaba ni el lápiz ni la mirada del cuaderno —Palabras— Pauline sabía que esa respuesta me frustraba, así que siempre la suavizaba con una sonrisa traviesa —¿Algún día podré saber cuáles son esas palabras?— la tomaba del brazo para que no cayera cuando tropezaba de vez en cuando. Ella llevó el lápiz a sus labios en actitud pensativa, me ofendía cada segundo que miraba a la nada dubitativa, estaba loco por saber lo que ocurría dentro de su roja cabeza.

—Lo harás— contestó finalmente, sonaba a una respuesta inconclusa pero no veía en ella la intención de añadir algo más —¿Y... cuándo?—  lo cual sólo acotó con una seña que indicaba que sus labios estaban sellados. 'Mierda ¿Cómo terminé a la merced de este inocente passerotto?', la besé en su fina nariz y continuamos caminando.

Sólo habíamos recorrido otro corto tramo cuando Pauline volvió a detenerse, en seco sobre la grava del sendero, de su mirada sólo descifraba cierta duda —Podrás leerlo cuando me extrañes— estaba un poco cabizbaja y jugueteaba con el borde de su blusa holgada —No voy a extrañarte porque estaré contigo siempre, juré protegerte ¿recuerdas?-.

—Pero yo contigo no, Elian. No estoy bien, amor. He tratado de mantener mi mente al margen, pero un día me voy a caer otra vez. Y si no me recupero, me vas a dejar— lo último me heló entero y mi garganta se hizo nudo, tomé como un reflejo sus manos ¿Cómo podía pensar eso? —Soy una miserable basura, pero ten por seguro que eres lo único que amo— Pauline negó antes de hablar, ella también tenía las palabras atoradas en la garganta —Ya lo sé, por eso te lo estoy rogando—.

—Eres una idiota si crees que eso es una buena idea. Yo te jodí a ti, y tú a mí, es nuestro ciclo vicioso y algún día moriremos por eso. Hasta que eso pase me importa una mierda lo que tengamos que pasar juntos— sus manitas comenzaron a temblar y sólo hasta ese momento me percaté de que estaba casi gritándole —Por favor, quédate conmigo. Cásate conmigo— ya estaba tomando sus manos, de modo que automáticamente me arrodillé sobre el suelo, rogándole sin anillo y sin tener idea hace cinco minutos de lo que iba a hacer. No conocía otra forma de darle la certeza que necesitaba de que quería estar con ella en las buenas y en las malas, hasta que una muerte (muy trágica y patética seguramente) nos separase. La quijada de mi pequeño passerotto descendió sin poder evitarlo, ambos estábamos llenos de sorpresa pero yo ya no quería arrepentirme y se lo hice saber con una mirada eléctrica.

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