...«Yo no quiero ni libre, ni ocupado,
ni carne, ni pecado, ni orgullo, ni piedad.
Yo no quiero saber porqué lo hiciste.
Lo que yo quiero muchacha de ojos tristes
es que mueras por mí»... Joaquín Sabina.
Con ánimo jovial compartiendo con su equipo de seguridad se encontraba, en el vestíbulo de aquella mansión de estilo colonial, Rogelio Noyola. Su apostura no se veía demeritada por sus cincuenta y ocho años, al contrario la edad le confería aún mayor atractivo. Su rostro era fuerte y cuadrado, compartía con su heredero los mismos rasgos impecables que les proveían a ambos de una belleza feroz.
Una cálida y placentera sensación le invadía el pecho esa noche, observó su reloj y se detuvo en los detalles del diseño. Sonrió melancólico «Te echo de menos Ada» admitió para sí mismo. Los pasos apresurados de su mayordomo cruzando la estancia para posicionarse a su lado, lo sacaron de sus pensamientos y le provocaron una afable sonrisa.
—Ferro, no te fatigues. Mira que ya no estamos para esos trotes — recomendó guasón.
—Teniendo en casa a esa belleza y al joven Jaime tan contento, ya me puedo yo poner como quiera, ¿no le parece Excelencia? — refunfuñó fingiendo estar malhumorado.
El Embajador dio una palmada afectuosa al hombre delgado y canoso que lo acompañaba.
Fernando Chávez, «Ferro» como lo había bautizado Jaime cuando apenas era un pequeño aprendiendo a hablar; era un hombre que pasaba de los sesenta años, alto, de impecable vestir como a un mayordomo de antaño que se respetaba. Ese hombre había ingresado al servicio de Rogelio desde muy joven, había sido testigo de todas los momentos felices, así como de los amargos en esa familia y tenía un cariño filial a prueba de todo por el vástago de su patrón.
Con la cabeza en alto y las manos en la espalda observaron descender por la curva que formaba la escalera a Jaime, luciendo con la apostura de un príncipe su impecable ropa de etiqueta, inmejorablemente cortada.
Cuando los traviesos ojos del muchacho se encontraron con los de Rogelio le sonrió con cariño, al llegar a su posición compartieron aquel ritual personal entre ellos de colocar su mano derecha en el lado de izquierdo del pecho del otro a manera de saludo y reconocimiento.
—Hombre, creía que nos harías esperar por ti — bromeó Jaime y su padre negó sonriente.
—No pienso perderme, el descenso por esa escalera, de la joven señora de esta casa — afirmó con orgullo, su hijo suspiró agradecido de que su padre compartiera su felicidad.
—Hoy será una gran noche, viejo — apuntó el joven, conmovido por la emoción que distinguía en la mirada de su padre.
Jaime se volvió entonces al jefe de seguridad del Embajador y rectificó los cambios hechos horas antes, respecto a las medidas de seguridad; las cuales se sugirieron a la par de unas observaciones de su chica.
Como era lo habitual en noches como esa, el servicio de la casa y los miembros de seguridad, se desplazaban de un lado a otro en medio de murmullos que sumados se convertían en un ruido sordo.
Jaime notó como todos los presentes contenían el aliento y lo supo... ella estaba ahí. Se volvió enseguida y contempló la brillante imagen de su chica.
Naufragó en su delicado perfil, en aquella barbilla firme y obstinada que era su perdición. Su aterciopelada mirada siguió la seductora línea de su cuello hasta aquel hermoso escote, que se hundía en el valle que formaban sus senos y que él veneraba. Se estremeció. Alma era una belleza que dolía, celestial y sensual a la vez.
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Nuestro amor al final del tiempo
RomanceJaime Noyola, es un joven y atractivo Comandante en plena ascensión. Respetado por su coraje, famoso por su fuerte personalidad y su inquebrantable sentido de la justicia. Su corazón duele en soledad, por las heridas de un doloroso pasado y su confi...