Capitulo 5. Pacto con el Diablo

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...«Nada más caótico que encontrar el veneno, el antídoto, la herida y la espina, en la misma persona»...Joaquín Sabina

Una pequeña niña de ocho años salió del colegio de la mano de su padre, un Sargento de policía. Alzó el cuello de su rosado abrigo de lana y entró al coche patrulla. Con su pequeña boca apretada en una fina línea, clavó al frente sus castaños ojos. Aguantó con la dignidad de una reina la regañiza que caía sobre ella. «¡¿Por qué siendo su padre un hombre que velaba por la seguridad de la sociedad no la entendía?!» «¡¿Por qué tenía que aguantar y callar cuando la imbécil gigantona de la clase se burlaba de ella por ser tan menuda?!»

—Te dejaré en casa y espero que medites lo que sucedió—continuó severo—. Eres una niña no puedes arreglar tus problemas a golpes. Tu beca depende también de tu buena conducta, piensa en eso—concluyó en tono pesaroso. Eso le dolió. Su padre tenía razón sus condiciones, no les permitirían que asistiera más al colegio si perdía la beca.

—Sí papá—convino.

Apretó su pequeño puño que aún estaba enrojecido, por el golpe de derecha que había conectado contra aquella abusiva.

En un cruce de semáforo, la pequeña observó a un muchacho correr encima de la banqueta. En su loca carrera forcejeó con una joven y le arrebató el bolso, lanzando a la chica de cara al pavimento.

—¡Papá detenlo!—exigió y señaló con su pequeña mano la escena que se desarrollaba frente a ellos.

—¡Quédate dentro!—le ordenó su padre por encima del hombro, caminó presuroso hacia el joven ladrón—¡Alto ahí, policía municipal!—gritó al desenfundar su arma.

Una abrupta explosión desde la boca del cañón de un arma, se escuchó rompiendo el aire. Un hombre cayó al piso. Una herida sangraba profusamente en su cuello, su mirada angustiosa estaba clavada en la pequeña niña de abrigo rosado, que sostenía su mano y lloraba desconsolada a sus pies.

El escenario cambió. Un hombre yacía inconsciente en el piso después de haber sido alcanzado por una bala. Ella tocaba su rostro intentando hacerlo reaccionar.

—¡JAIME!— lo llamaba desconsolada con abundantes lágrimas surcando su rostro, él no contestaba. Una pequeña niña de abrigo rosado llegó a ella y la contuvo en un abrazo. El cuerpo del muchacho desapareció y solo quedó el asfalto manchado con su sangre. Quiso aferrarse a la menuda figura de la chiquilla y ésta desapareció también. Solo era Alma quien se abrazaba a sí misma, mientras permanecía de rodillas en el pavimento y en sus manos y chaqueta observaba la sangre del hombre que amaba.

Abrió los ojos sobresaltada. Se incorporó hasta quedar sentada en el lecho. Una de sus manos viajó a su pecho y la otra la llevó a su frente. Se mesó el cabello. Inspiró. Exhaló. Cuando sus castaños ojos lograron acostumbrarse a la débil luz plateada que colaba la luna en la habitación, ya había recobrado un pulso normal. Observó entonces a Jaime. Su cuerpo desnudo llenaba toda la longitud del lecho, sus líneas eran perfectas, parecía haber sido cincelado a mano. Su rostro estaba relajado por el sueño profundo en que había caído. Sus ardientes ojos marrones cerrados, su deliciosa boca entreabierta. No pudo detener su mano, que viajó hasta su castaña melena y le apartó un mechón de la frente. Salió entonces de la cama y buscó su bata.



Alma se sirvió una taza de café y se sentó a lo largo del sofá. Rocco llegó a ella y en silencio se acomodó a su lado. Observó que la claridad del amanecer comenzaba a asomarse.

*****.

Jaime sintió sobre sus párpados las primeras luces de ésa mañana, colándose por el ventanal de la habitación. Se estiró y apagó la alarma que aún no sonaba. Alma no estaba a su lado, supuso que habría bajado por café. Saltó del lecho y se vistió el pantalón de pijama. Al lavarse los dientes, recordó la discusión que tuvieron justo antes del atentado. Aún no se disculpaba por eso, lo haría en ese momento.

Nuestro amor al final del tiempo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora