Capítulo 8: Animales

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Con el tiempo, y al ver el alcance de su don, Salvatore estableció una serie de reglas para mantenerse vivo y a salvo:

No compartir el secreto a menos que fuera necesario; era la regla más básica y estricta de todas, sobre todo al sentir que su secreto le carcomía y explotaría en cualquier momento, pero se arriesgaba a ser descubierto por quienes no debía.

No provocarle dolor a quien no lo merecía fue otra de las primeras, pero con el tiempo entendió que el dolor era volátil y no le dejaba pensar con claridad. Podría sacrificar al primero que se le atravesara sin pensarlo, porque no pensaba. El dolor lo bloqueaba todo.

Sálvate a toda costa, era la regla principal, y la que lo había mantenido con vida, hasta ahora.

—Maldición —musitó llevándose una mano a la cabeza palpitante, y entreabrió los ojos con dificultad, siendo cegado por la habitación blanquecina y la luz que se filtraba por la delgada cortina.

Alcanzó a escuchar el sonido de un pitido a lo lejos, y se enderezó sobre la camilla. Su cuerpo dolía, pero no tanto como antes, lo que significaba que el dolor de Evangeline había disminuido. La agonía de Salvatore acababa cuando la persona de la que absorbía su dolor era curada; por una especie de conexión con el del trueque, pero aún sentía el cuerpo entumecido y quebradizo, por lo que Evangeline aún no se encontraba bien.

Miró a su alrededor y alargó su mano hasta el celular que dejaron en la mesita junto a él. Debían creer que salió a trotar porque no encontró llamadas de Marcel o Marcie.

—Hunter —musitó con la voz seca cuando contestaron al otro lado, y tragó—. Hola.

—¿Salvatore? Estoy en clases.

—Necesito un gato grande. No hacen tanto ruido como los perros. Estoy en... ¿será este el Ochsner?

—¿Disculpa?

—Vi cómo atropellaron a una chica y no quise hacerlo. Me arriesgo demasiado, pero creí que iba a morir y... quizás debí dejarla morir. Dios, debí dejarla morir, viejo.

—No, no, claro que no. No deberías dejar morir a alguien si puedes salvarlo. Averigua en qué hospital estás, conseguiré un gato enfermo.

—Sófocles dijo: No haber nacido es, por encima de cualquier otro, el mejor premio.

—Qué alentador.

—Bonito día —contestó con amargura antes de colgar—. ¡Enfermera, doctor, lo que sea! ¡Necesito a alguien!

A los pocos segundos, una mujer asomó la cabeza en el marco de la puerta y se acercó.

—Oh, ya despertó. Buenos días. Revisaré que todo esté en orden. Necesito que, si se siente capacitado, rellene unos papeles con sus datos.

—No, no, no. Estoy perfectamente: mi nombre es Salvatore Legran, tengo veinte años, trabajo administrando un restaurante y mis ojos son negros. Perfectamente.

—No es así como funciona, señor Legran. Me alegro que recuerde todo tan bien, pero no impide que pueda tener contusiones. Tuvo un accidente de auto, es curioso que su cuerpo parezca intacto.

—¿Cómo está la chica?

—Bastante estable. Pese a la gravedad de sus heridas se está recuperando bien. Tuvo suerte de salvar a su novia.

—No es mi novia.

—Oh, discúlpeme. De todas formas debe ser alguien importante para usted, así que no se preocupe. Con su permiso, llamaré a la doctora para sus exámenes.

—No conozco a esa chica —contestó él, pero la enfermera no le tomó importancia.

Intentó levantarse, pero acabó arrastrándose hasta una silla de ruedas que se encontraba en la esquina. Salió de la habitación como pudo, intentando averiguar qué hospital era ese. El dolor de cabeza era insoportable.

—Pero qué veo. —Sonrió—. Hola, amigo. —Acarició al labrador junto a la recepción.

—Son los perros que utilizan para las terapias en niños. Están muy bien adiestrados —le contestó la recepcionista con una sonrisa cariñosa.

—Y no lo dudo, qué preciosidad. —Se obligó a volver a sonreír—. Disculpe, lo lamento, pero no encuentro a mi amiga; la que internaron anoche conmigo. Se llama Evangeline.

—Buscaré en el sistema. Dame un minuto.

Salvatore asintió, y espero a que la mujer volteara para hacer lo que planeaba. Los aullidos del perro terminaron por hacer que todos miraran en su dirección.

—¿Le ocurre algo? —dijo en voz alta, mostrándose confundido, mientras el animal se retorcía sobre el suelo.

—Oh, por Dios. —La mujer corrió para socorrer al labrador.

Mientras algunos médicos y enfermeras se acercaban para ver qué ocurría, Salvatore se puso de pie y miró en la computadora en qué habitación se encontraba Evangeline.

—Pero, ¿qué ocurrió? Estaba bien —escuchó Salva a la recepcionista chillar tras de sí al perderse por otro pasillo.






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HASTA LOS HUESOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora