Capítulo 4 - Lira

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Capítulo 4 – Lira, 1.831, Kovenheim, Volkovia



Volvía a casa. Después de un mes fuera del castillo, Lira regresaba al que consideraba su hogar ancestral, y lo hacía con una sonrisa en la cara. Le gustaba estar en el castillo de Arkengrad vigilando de cerca al voivoda y a sus aduladores. En la corte volkoviana pasaban todo tipo de sucesos surrealistas con los que se divertía enormemente, sobre todo en las pocas ocasiones en las que Leif Kerensky recibía las visitas de sus nobles, pero había días enteros en los que no pasaba nada. Veinticuatro horas en las que Lira se limitaba a cumplir con su trabajo como miembro del equipo de limpieza. Limpiar cristales, barrer suelos, estirar sábanas...

Olga Uval era una trabajadora más: alguien invisible que deambulaba por los pasillos del castillo tratando de pasar lo más desapercibida posible. No caía bien a la ama de llaves ni al resto de doncellas, ni tampoco al ujier. Sus centinelas y al resto de guardias, sin embargo, estaban encantados con Olga y su eterna sonrisa seductora. Olga se había convertido en el objeto de deseo de muchos de los miembros de la Guardia de Sangre, y gracias a ello tenía total libertad de movimiento por los pasadizos del castillo. Tonteaba con ellos, se reía y bromeaba. Incluso permitía que algunas noches al persiguieran y jugaran con ella al ratón y al gato, pero nunca les daba lo que realmente querían. Era su forma de tenerlos controlados... era su forma de no aburrirse.

Pero Olga Uval de momento iba a descansar, y Lira volvía al tablero de juego. Lira, la arpía favorita de Diana Valens: la de su mayor confianza, la más experimentada de la última remesa. Diana había invertido especial esfuerzo en convertirla en la agente que era, y enormemente agradecida por ello, Lira acudía a su encuentro antes incluso de que Diana le hubiese pedido que regresara. Porque Lira también tenía sus propias arpías, por supuesto.

Porque había aprendido bien de la Reina.




—Pero qué ven mis ojos: creía que mentían cuando las voces decían que la mismísima Lira estaba de camino. Suponía que te habían confundido.

—¿Confundirme? ¿A mí? Soy única, ya lo sabes, Hans. Deberías creer un poco más en tus faunos, nunca mienten.

Hans Seidel tomó la mano de Lira cuando ella se la ofreció y le besó el dorso con una sonrisa en los labios. El capitán de la guardia de los Cuervos de Hierro, responsable del pequeño ejército al servicio de la Reina que custodiaba su castillo, siempre se alegraba cuando Lira volvía. No eran amigos, pero confiaban el uno en el otro.

—¿Puedo saber el motivo de tu visita? —preguntó el soldado. Volvió la vista atrás, hacia los dos guardias que custodiaban la entrada con sus alabardas cruzadas, e hizo un ademán de cabeza para que se apartasen. Se adentraron juntos en el cavernoso edificio—. La Reina no me ha informado de tu llegada.

—Lógico, aún no me ha hecho llamar —respondió ella—. Pero iba a hacerlo, así que me he adelantado. Ambos sabemos lo poco que le gusta que le hagan esperar.

La morada de Diana Valens en Volkovia era un inmenso castillo de piedra grisácea en cuyo interior cientos de alfombras rojas cubrían sus fríos suelos. Era un lugar sombrío, con cientos de candelabros iluminando su espacioso interior, y con una decoración muy ostentosa. Las paredes estaban repletas de cuadros y retratos en cuya mayoría Diana era la protagonista, tapices rojos y negros y esculturas de seres sobrenaturales cuyos rostros cubiertos por rosas. También había gatos, un número inquietante de felinos totalmente negros que se movían por libertad por las distintas estancias, apareciendo y desapareciendo a su gusto entre las sombras. Los ventanales estaban cubiertos por gruesas cortinas rojas, los techos por grandes frescos pintados a mano como si de una gran telaraña se tratase, y las escalinatas por impresionantes gárgolas que parecían seguir a los presentes con la mirada.

Cantos de SirenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora