El pretor de la media luna

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El pretor de la media luna



—Así que este es tu despacho, ¿eh? Me cuesta creer que Lyenor te haya dejado volver.

—¿Qué te crees que está haciendo ella ahora mismo? ¿Regar las plantas? ¡Tiene un despacho incluso mejor que el mío, Jyn!

Una carcajada sincera escapó de la garganta de la bailarina cuando su padre le guiñó el ojo. El despacho de Aidan Sumer era de mayor tamaño que el de Damiel, lo que tenía sentido teniendo en cuenta que el edificio donde se encontraba era muy nuevo. Tanto que incluso aún había salas vacías. La oficina del Programa de Protección de Testigos estaba creciendo a pasos agigantados y el gobierno había decidido trasladarlo a la sede policial de Hésperos para darle mayor visibilidad. Querían que el departamento se convirtiese en una pieza clave de las fuerzas del orden, y por el momento estaban consiguiéndolo.

—¿Y ella dónde está?

—En las oficinas que han construido junto a las ruinas del Jardín de los Susurros. Parece mentira, pero ahora que al fin tenía la oportunidad de tener un despacho en la superficie ha decidido instalarse en los sótanos. ¿Te lo puedes creer?

Jyn miró significativamente a su alrededor. Al igual que su esposa, Aidan también había acabado en el subsuelo, aunque en su caso no había sido por decisión propia.

—Eres de lo que no hay, papá.

—Bueno, ya me conoces. —Aidan ensanchó la sonrisa—. Pero siéntate, por favor, no creo que sea bueno que estés de pie tanto rato.

La ropa ya no podía disimular el vientre cada vez más abultado de la bailarina. Aunque hasta entonces había sido totalmente plano, hacía ya un mes que la curvatura era evidente. Y lo que le quedaba. El tiempo pasaba tremendamente rápido, pero por suerte para Jyn, el embarazo no le dificultaba el día a día. La bailarina seguía moviéndose con la misma libertad que de costumbre, yendo y viniendo de Lameliard a Albia sin ningún tipo de limitación, pero con cada día que pasaba, el cansancio era más evidente.

Pero por muy cansada que estuviese, sentía demasiada curiosidad por los enseres personales del despacho de su padre como para quedarse quieta. Jyn deambuló tranquilamente por la sala, revisando todos los estantes y toqueteando cuanto encontraba a su paso. Aidan tenía tantas reliquias familiares y recuerdos almacenados en aquella sala que resultaba complicado no estremecerse.

—Davin —dijo Jyn en un susurro, con la mirada fija en una fotografía en la que su hermano mayor aparecía recostado en la cama del Castra Praetoria, con el pecho totalmente vendado tras haber sido bendecido con un fragmento de Magna Lux—. ¿Cuántos años han pasado? ¿Cuarenta? ¿Cincuenta?

—Cuarenta y cinco para ser más exactos —rememoró Aidan con cariño—. Y catorce desde que nos dejó. Es increíble cómo pasa el tiempo, ¿no crees?

Jyn asintió, pero no dejó que la tristeza amargase su visita. Le dedicó una cálida sonrisa a su hermano mayor, besó el cristal y cogió otro fotografía en la que Damiel aparecía mostrando su insignia de centurión con orgullo. También habían pasado muchos años desde aquel entonces, pero el aspecto de su hermano no había variado apenas. Resultaba inquietante pensar que llevaba décadas estancado a nivel físico. Acarició la foto con la yema de los dedos, incapaz de disimular el amor que le profesaba, se volvió hacia la última.

La suya.

Jyn cogió su propia fotografía, una bonita imagen en la que aparecía danzando sobre un escenario, y negó con la cabeza. Tristemente no recordaba aquella representación, ni dónde se había celebrado ni en qué año, pero añoraba los tiempos en los que su rostro había sonreído con tanta inocencia como en la instantánea.

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