Capítulo 11

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Zamira fue a visitar a Helen en la celda, cuando se enteró de la incursión del hada. La princesa se impresionó porque la anciana que la raptó ahora era una mujer joven, alta, majestuosa y sofisticada.

El hada oteó de inmediato que las sogas que la sostenían ya no eran las serpientes a las que les había encargado la labor. Llevó sus dedos hacia las cintas y las arrancó con violencia, tomó a la muchacha por una de sus muñecas y la llevó a rastras hasta las afueras de las mazmorras.

Caminaron por el Bosque Oscuro bajo las miradas y los arrullos de los treants que vociferaban ásperamente. - ¿Quién anda ahí? - sus ojos se abrían iluminando con un rayo verde los pasos de las dos mujeres - ¿Zamira eres tú? Ah sí eres tú- mórbidas sonrisas se asomaban de los árboles malévolos.

Al llegar a las puertas del castillo maligno, ésta se abrió, cayó hacia el otro extremo de un río tortuoso que chocaba violentamente contra las piedras. Los goznes rechinaron con tal agudeza que perturbaron a Helen.

Subieron por una escalera de caracol por la torre más alta, hasta llegar al último piso. Zamira cogió el picaporte y abrió la puerta de madera, lanzó a Helen sobre una cama acolchada con sábanas rosadas y se retiró farfullando palabras soeces.

Todo el castillo despedía aromas pestíferos, hedores de las bestias lacayas o de las pócimas. Este cuarto en cambio tenía un aroma a fresas, estaba pulcro, dotado de un baño para asearse y de un escaparate que contaba con varios vestidos. Helen se paró de la cama y abrió el escaparate, vestidos de cintura alta, tipo túnicas, ablusados, rectos, de corte imperio o de espalda baja estaban contenidos en él.

Helen se quitó suavemente la ropa, desabrochándola hasta dejarla caer. Al lado del escaparate había un espejo largo. Helen detalló su nuevo cuerpo, posando delicadamente sus dedos en su rostro.

Sus labios eran gruesos, sus ojos oscuros, su cabello caía divinamente por sus hombros, sus orejas eran pequeñas y su nariz larga, pero estéticamente armónica con la forma de su cara. Sus cejas y pestañas eran perfectas, y un pequeño lunar se asomaba en su gollete. Era realmente hermosa, a pesar de haber cambiado su cuerpo, seguía siendo preciosa. Observó cuatro lunares que salpicaban su abdomen plano, por donde asomaban sus costillas. Arrugó su cara al verse percudida.

Se fue hacia la tina que se llenó mágicamente de agua. Tomó una ducha, quitándose toda la mugre que ennegrecía el agua límpida hasta entonces. Estregó el espacio entre los dedos de sus pies, sus largas piernas, sus glúteos, vientre, axilas, pechos y espalda. Cuando hubo terminado, un paño vino flotando hacia sus manos, lo cogió, se levantó, se secó todo su cuerpo. Al salir, un vestido estaba flotando por encima de la cama. La chica lo ignoró y se arrellanó desnuda sobre la cama. Echó su cabeza hacia atrás, sintiendo el estiramiento de su cuello. Rascó su cuero cabelludo, desmelenándose.

De pronto, escuchó la cadencia de unos pesados pasos en el pasillo inmediato a su cuarto. Se levantó presurosa y tomó con sus deditos el vestido levitante. Se lo colocó rápidamente sin problemas. Los pasos se intensificaron para luego perderse en la distancia.

En el cuarto había una enorme ventana que se abría a todas sus anchas, un aroma a fresa entraba junto a la brisa por ella.

-Debe existir un encantamiento que hace que el aire se purifique- dijo murmurando -No puedo entender cómo las pestilencias de afuera no entren a la habitación.

-No, no es así. Tú eres quien torna bello todo lo que tocas. Tienes el poder de convertir todo este lugar en el paraíso que fue en antaño - le contestó una voz misteriosa que estaba dentro de la habitación.

Helen se puso de pie, mirando derredor por varios minutos hasta que se topó con un diminuto ratoncito marrón con blanco, que le acariciaba sus deditos del pie.

Helen Vimy y el Bosque OscuroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora