17. Imogen, la protectora

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     El suave roce de la larga y avivada hierba rosaba la planta de sus pies con tan delicadeza que parecía la más fina tela que pudiese existir en el mundo, mientras que el susurro del viento se escabullía a través de su rizado cabello para moverlo junto con la corriente. Imogen sonrió, desde hace muchos años deseaba estar en el campo, cubierta por el pasto, el viento y el sol, a solas únicamente con la proyección más cercana de Dios en la tierra: la libertad.

     Portaba un hermoso y alargado vestido de mangas cortas color blanco, el cual se holgaba desde la cintura hasta los tobillos. El dolor de hombros que comenzaba a tener desde hace dos semanas había desaparecido, al igual que parte de sus arrugas, y su alma se sentía tan rejuvenecida que era capaz de correr a través de las colinas y no cansarse en absoluto. Sin duda alguna era la mejor versión de ella misma que pudiese imaginar

     Elevó la vista al cielo, y le agradeció a Dios por brindarle un día más de vida, sobre todo en tan maravilloso lugar, como respuesta solo tuvo los dulces rayos del sol mañanero abrazando su oscura piel, hacía días que en Acton no hacía un sol tan radiante como ese. Se mantuvo con los ojos cerrados y los brazos extendidos por unos segundos, hasta que decidió colocarse en cuclillas para tomar un ramillete de flores silvestres que había percibido desde la cercanía, se las regalaría a Adam y a Duncan, estaba segura que a sus hijos les gustaría la sorpresa.

     Se encontraba tan tranquila que la presencia de la desconocida mujer que la observaba desde el granero más cercano no la turbó. Se colocó nuevamente de pie, irguiendo la espalda, aún con el ramillete de flores en la mano derecha, y se dispuso a estudiarla con la mirada, mientras la mujer de largo cabello negro se acercaba hacia ella; su piel era tan blanca como el largo vestido que portaba, totalmente similar al de Imogen. Tenía las mejillas sonrojadas, y cuando estuvo unos metros más cerca pudo notar el aceitunado color verde en sus ojos, los cuales emanaban lo que parecía ser melancolía.

     Ambas se observaron por unos segundos, sin emitir sonido alguno, sin mover ninguna de sus extremidades, solo se miraban fijamente a los ojos, compartiendo el mismo amor que les albergaba el corazón.

     Había tanto en aquella desconocida que se le hacía familiar. Jamás la había visto, pero sentía la inmensurable necesidad de abrazarla. De manera casi mecánica, Imogen estiró su mano derecha, ofreciéndole las flores silvestres que había tomado, sabía que Adam y Duncan lo entendería cuando se los contase, y con una pequeña sonrisa se las ofreció a la juvenil dama de cabello azabache, quien estiró su menuda mano para recibir el pequeño obsequio que se le había hecho.

     Agradecida la mujer asintió, y con una dulce y tenue voz, decidió hablar:

     —¿Cómo está él?

     En el rostro de Imogen se dibujó una sonrisa llena de sinceridad, y luego respondió:

     —Bien. Está más grande de lo que te imaginas.

     La mujer, al igual que Imogen, también sonrió, pero esta vez llena de nostalgia.

     —¿Me ha olvidado?

     Imogen, ahora envuelta entre la sorpresa negó con apresuramiento.

     —Te mantiene en su corazón desde el primer momento.

     La mujer ladeó la cabeza hacia la derecha, mientras fijaba su mirada sobre el pasto. Sobre ambas, el cielo azul que les había recibido de brazos abiertos comenzaba a opacarse, cubriéndose de una espesa nube negra que anunciaba la llegada de lo inesperado. El viento comenzó a violentarse, ya no se trataban de cariseas leves ni movimientos seductores, ahora eran ráfagas feroces que movían las praderas de manera desenfrenada.

DUNCAN © #2 [✓]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora