20. El hijo pródigo no regresa

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     Dormir en la calle había estado constantemente en los pensamientos de Duncan, aunque para ser honestos no se lo imaginaba de la manera en la que lo había hecho durante las últimas semanas de su vida.

     Hacía mucho frío y tenía hambre, solo que intentaba disminuir el vacío en su estómago con largos sorbos de agua que había comprado con el poco dinero que le quedaba en los bolsillos.

     No sabía a donde ir, o con quien acudir. Su mente estaba tan entumecida que su cuerpo ni siquiera era capaz de digerir el dolor que le sobrecargaba, y esta apenas era su segunda noche sumido en la desolación.

     Durante el día las cosas solían ser un poco más fáciles, ya que solo debía deambular como un muerto viviente por las calles de Londres, mientras disimuladamente tomaba algo de comida que alguien hubiera lanzado en los contenedores de basura, pero de noche las cosas solían complicarse un poco más... Debía estar prevenido, ya que si algún oficial le pillaba solo por las calles en altas horas de la madrugada estos no dudarían ni cinco segundos para encerrarle en la patrulla y llevarle de regreso a Acton, y aquello era inaceptable.

     Ahora que Duncan sabía más de sí mismo de lo que se hubiese imaginado en dieciséis años no podía volver al punto de retorno, debía ajustarse los pantalones y seguir adelante. Sabía lo que debía hacer, pero no sabía realmente por donde comenzar, ya que el asunto aún estaba como pintura fresca sobre una pared.

     Durante el tiempo que había permanecido fuera de casa mantuvo su teléfono apagado, no quería recibir llamadas de nadie, además, conocía lo suficiente a Imogen como para saber que intentaría localizarlo. No quería verla, al menos no ahora, para él era casi imposible el cerrar los ojos y no recordar la última imagen que tuvo de su madre destrozada sobre el piso siendo consolada por Adam.

     Ninguna súplica sería suficiente como para remediar el dolor que le causó a una mujer tan pura como ella. Jamás se lo perdonaría a sí mismo.

     Ahora se encontraba en alguna plaza remota de Londres cerca de la media noche, observando la luna nueva que se complementaba con el estrellado cielo, mientras mostraba su delicado seno entre las nubes.

     La temperatura había disminuido bastante, y aunque el grueso suéter negro lo abrigaba lo suficiente como para no congelarse sobre el banco de madera, aún el frío se escabullía por sus piernas y manos.

     No tenía nada y no tenía a nadie, salvo a él, y ni siquiera era capaz de hacer las paces con su mente. A pesar de todas las situaciones que había atravesado, toda la gente malvada a la que había conocido, y el sinfín de abusos y burlas que había recibido, Duncan nunca había sentido tanto desprecio por alguien como lo sentía por él. Ni siquiera por Ibrahim, cuyo desprecio comenzaba a generarle cada vez más rechazo e inseguridad, o inclusive Joshua, quien se había encargado de hacer de sus días en el instituto un mártir.

     Por unos segundos se preguntó con el rubio, y recordó como todo el dolor que su corazón albergó por años terminó explotando en la golpiza más grande que alguna vez le darían en su vida. Sinceramente esperaba haberle jodido algún músculo de la pierna luego de incrustarle con firmeza la navaja platinada. Había sido uno de los momentos más satisfactorios y gratificantes hasta ahora.

     Suspiró con profundidad. 

     Joshua Grint... 

     Grint...

     ¡Grint!

     «Hemos estado ayudando jóvenes como tú, Duncan... Ahí está mi número, por si te interesa unirte al movimiento».

     De pronto, una ráfaga de pensamientos llegaron a su mente como centellas luminosas, y recordó la mañana en que habló por primera vez con el padre de Joshua, el congresista James Grint.

DUNCAN © #2 [✓]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora