El perro y el lobo

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Aquel invierno fue lo que se dice riguroso, frío y crudo a más no poder, y el pobre lobo no logró saciar el hambre ni una sola vez. Tanto es así, que había pasado muchos días sin probar bocado, porque no había encontrado ni un conejo ni una liebre, ni una ardilla ni un mísero lirón cateto, y todos los rebaños de ovejas estaban bien encerrados encuadrados en la majada. Total, que se quedó en los huesos y a duras penas se tenía en pie.
     Un día, por ver si mejoraba su suerte, se atrevió a acercarse a un caserío de la montaña y, de camino, vio pasar a un perro grande que iba husmea dos todos los rincones y hurgando entre las los zarzas.
«¡Con qué gusto me lo comería!», pensó el lobo, pero, para eso, antes tendría que luchar y no estaba en condiciones. Y es que el perro era muy corpulento y vigoroso, un auténtico mastín de pecho ancho y fuerte y patas gruesas..., ¡y se le adivinaban unos caninos de miedo! Mientras que él, después de un ayuno tan prolongado, no tenía, ni muchísimo menos, la fuerza y la energía necesarias para enfrentarse al tan temible enemigo. Así pues, prefirió trabar una conversación pacífica y civilizada y, acercándose al perro con una carita de ángel que era para comérselo, muy amablemente vino a decirle: —¡Buenos días, querido primo! Te encuentro la mar de bien. ¡Qué hermoso y lustroso estás! Señal de que te vienen bien dadas y no te falta de comer. En cambio yo, ya lo ves: por la pinta se conoce que llevo muchos días sin probar bocado. Si no es mucho pedir, te agradecería que me contases cómo lo haces, a ver si puedo hacer lo mismo yo y salgo del triste aprieto en el que me encuentro.
     Al perro, que era un buenazo, lo halagaron mucho las amables palabras del pobre lobo, y le dijo:
     —Pues, mira, si quieres, comer hasta hartarte haciendo lo mismo que yo no es tan difícil como parece; al contrario, es lo más fácil del mundo. Olvídate de esa vida de perdición que llevas en el bosque y la montaña y ven al pueblo; no será difícil encontrar un buen amo que quiere llevarte a su casa. Te dará un buen lecho de paja y todas las sobras de la mesa y dejarás de andar por ahí muerto de hambre.
     Al lobo se le hacía la boca agua.
     —¿Y qué tendría que hacer yo a cambio? —preguntó—. Porque, según tengo entendido, nadie da nada por nada.
     —¡Bah! En resumidas cuentas, poca cosa —respondió el perro—: guadar la casa y, cuando algún mendigo o vagabundo se acerque demasiado, espantarlo enseñando los dientes. Y, si hay niños pequeños en la familia, dejar que te acaricien el lomo, que te hagan cosquillas en la coronilla o que te tiren un poco de las orejas. Además, en ese caso, te caen las mejores tajadas gozas de unos privilegios que ni te lo imaginas.
     El lobo no necesitaba saber más. Nunca se le había ocurrido que algunos animales pudiesen llevar una vida tan relagada. ¡De haberlo sabido antes...! Tan halagüeña perspectiva terminó de convencerlo y echó a andar al lado del perro en dirección al pueblo más cercano, a ver si encontraba quien lo quisiera para guardar su casa. Pero entonces se fijó en que el perro, a pesar de su lustroso pelaje, tenía en el pescuezo una franja toda pelada.
     —¿Qué te ha pasado ahí, en el pescuezo? —le preguntó, muy intrigado.
     —¡Eso no es nada! —dijo el perro sin darle importancia.
     —¿Cómo que nada? —insistió el lobo.
     —¡Te digo que no es nada!
     —Algo ha de ser —repitió el lobo.
     —Pues, resulta que por la noche tienen la costumbre de ponerme un collar y atarme con una cadena, para que no me mueva ni me vaya a dar una vuelta —explicó de perro, como si fuese lo más natural del mundo.
     —¿Que te ponen un collar y te atan con una cadena? —dijo el lobo, girando al punto sobre sus talones—. Eso sí que no me lo esperaba. Oye, mira, los collares y las cadenas no me convencen, con que yo me vuelvo al bosque, a lo alto de la montaña. Prefiero vivir libre y hambriento que atado y harto.

EL LIBRO DE LAS FÁBULASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora