La rana y el buey

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Había una vez una rana un tanto pretenciosa que estaba muy quietecita entre los juncos de la orilla de su charca. No lejos de allí, se extendía un prado de hierba verde y tierna, donde pacífica tranquilamente un buey que, de vez en cuando, sacudía el rabo para espantar las moscas y los rábanos. 
La rana lo miró de arriba abajo y se dijo:
–¡Qué buey tan grandote! La verdad es que abulta muchísimo más que yo.
Al cabo de un rato volvió a fijarse en él y le pareció aún más voluminoso que antes, pero de repente se le ocurrió una idea genial y exclamó:
    –Claro que, si quiero, puedo hacerme tan grande como él. Sólo tengo que inflarme hasta alcanzar su tamaño.
    Dicho y hecho. La rana se hinchó cuando pudo y, en verdad, parecía mucho más grande que antes. Entonces se fue a buscar a sus hijos, que estaban dándose un chapuzón en el otro lado de la charca, y les preguntó si era tan grandota como el buey. Ellos se echaron a reír y le dijeron que no, que le faltaba muchísimo para ser como él.
    La rana, un tanto picada, se hinchó más y volvió a hacer la misma pregunta sus hijos.
    –No, madre, el buey abulta mucho más que tú.
    ¿Qué otra cosa podían decirle los pobres renacuajos?
    Por lo visto, la rana era más tozuda que una mula y no quería desistir del intento, con que, con un último y gran esfuerzo, se infló todavía más. No puede negarse que puso con en ello toda su voluntad, pero lo cierto es que se hinchó tanto que reventó y ¡menudo susto se llevaron sus pobres hijos y todas las ranas del vecindario!
    Y así fue como la rana se dejó el pellejo por una pretensión desmesurada sin haber conseguido si quiera hacerse en tan grande como el buey, el cual, completamente ajeno a la desgracia que había desencadenado, seguía pastando tan tranquilo en el prado de hierba verde y tierna.

EL LIBRO DE LAS FÁBULASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora