El águila y el búho

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Parece ser que un día el águila y el búho hicieron un pacto formal de amistad, convivencia y respeto mutuo. Ambos tenían polluelos en el nido y se preocupaban por ellos noche y día. Es bien sabido que tanto el águila como el búho son aves rapaces y se alimentan de los animalitos que atrapan, por eso se pasan la vida cazando; el águila, de día, naturalmente, y el búho, de noche, cuando oscurece. Pues bien, aquel pacto solemne debía servir para proteger a los unos y a los otros.
    En realidad, quien más temía por la vida de los suyos era el búho, y el águila, dispuesta a cumplir cabalmente con las cláusulas del pacto, juró que, a partir de ese momento, respetaría la nidada de su amigo como si fuera sagrada.
    -¿Y cómo sabré, hermano búho –preguntó el águila–, quiénes son tus hijos? ¿Cómo puedo reconocerlos?
    –Es lo más fácil del mundo –contestó el búho–. Son lo más vivaracho y despierto que puedas imaginarte. Ya verás cómo los distingues enseguida por lo listos y espabilados que son. No puedes equivocarte.
    Al cabo de unos cuantos días, el águila, buscando alimento, como siempre, descubrió el nido del búho en una cavidad, en lo alto del tronco de un roble altísimo que se alzaba en medio del bosque. Dentro del nido estaban todos los polluelos, que aún no sabían volar. El águila los observó atentamente y enseguida advirtió que parecían auténticos búhos, amodorrados y embobados como estaban, sin la menor chispa de vivacidad. No podían ser los hijos de su amigo, porque, según su descripción, eran muy espabilados. Así pues, sin pensárselo 2 veces y sin ningún remordimiento de conciencia, se lo merendó en un periquete con sus poderosas garras y su temible pico.
    Cuando el infeliz búho volvió al nido del roble, no encontró más que unas cuantas plumas manchadas de sangre. Inmediatamente supo que el autor de ese acto tan cruel y sanguinario había sido el águila. Indignado a más no poder, salió volando en su busca y, con palabras cargadas de hiel y amargura, le reprochó su deslealtad y su traición.
    –¿No te da vergüenza lo que has hecho, pájaro de mala sangre?
    –¡Cómo iba yo a saber que aquellos polluelos eran los tuyos! –contestó el águila–. Tú me habías dicho que eran muy vivarachos, que los distinguiría por lo listos y espabilados que eran, pero aquéllos parecían tan místicos y atontados que casi daban pena. Si me hubieses dicho la verdad, sin dejarte deslumbrar y hasta cegar por el amor que les tenías, aún estarían vivos. ¡A ver si aprendes, para otra vez! 

EL LIBRO DE LAS FÁBULASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora