El cuervo y la zorra

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Un cuervo de negro y lustroso plumaje, como todos los cuervos, se había encontrado —a saber en qué lugar— un gran trozo de queso de Holanda; se lo llevó a la rama más alta de un árbol, donde nadie pudiese molestarlo, y se dispuso a dar buena cuenta de él.
     El queso despedía un olor exquisito y atrajo a la señora zorra, que tenía el olfato muy fino y siempre estaba pendiente de aprovechar cualquier ocasión. Se acercó al pie del árbol en el que estaba el cuervo, todavía con el queso en el pico, y, con la voz más dulce que pudo, le dirigió la siguientes palabras:
     —¡Buenos días, ilustre señor cuervo! ¡Da gusto verlos, te lo apuesto que sois! Parecéis el mismísimo hijo del rey. No hay pájaro que los iguales, con esas plumas tan negras, tan finas y resplandecientes. Os lo digo con toda sinceridad. Y aún los digo más: sin vuestra voz es tan refinada y elegante como vuestro plumaje, os aseguro que ni el ave del paraíso podría compararse con vos.
     Al oír los halagos que le hacía la zorra, el cuervo se puso más hueco que otro poco y, para demostrar que, en efecto, su voz hacía honor a la hermosura de su plumaje, y muy incauto abrió el pico y, naturalmente, el trozo de queso se le cayó. La zorra, que no esperaba otra cosa, dio un salto y lo atrapó en el aire.
     —Querido amigo —le dijo al cuervo, para rematar—, habéis de saber que los adoladores viven a costa de quienes se ufanan con los elogios. Creo que tan buena lección bien vale este trozo de queso.
     El cuervo se quedó con un palmo de narices y, aunque para el queso ya era un poco tarde, avergonzado, se prometió no volver a caer nunca más en una trampa semejante.

EL LIBRO DE LAS FÁBULASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora