El papagayo y el simio

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Había una vez un papagayo que se posó en la rama de un árbol y, justo al pie, vio a un simio que había colocado un haz de leña encima de una luciérnaga. El simio, en su ignorancia, pensó que la luciérnaga era una brasa y se puso a soplar, a ver si la leña prendía y podía calentarse.
    El papagayo, desde lo alto de la rama, entendió lo que pretendía el simio y quiso sacarlo de su error.
    —¡Que eso no es una brasa! ¡Que es una luciérnaga! ¡Así no conseguirás encender la leña, amigo! -se desgañitaba el buen papagayo.
    En estás, acertó a pasar por allí un cuervo y, al ver lo que sucedía, dijo el papagayo que se estaba esforzando en balde, que el simio era corto de entendederas y que no conseguiría nada.
    —¿No te das cuenta de que no ve más allá de sus narices? -dijo el  cuervo al papagayo.
    Sin embargo, el papagayo también era un cabezota y no renunció a hacer entender al simio que, con una luciérnaga, jamás prendería fuego a nada.
-¿Cómo hay que decirle las cosas? Eso no es más que una luciérnaga, hombre; alumbra un poco, pero no arde -insistía tozudamente.
    Con muy buena intención, el cuervo le repitió una vez más era inútil querer arreglar lo que no tenía arreglo.
    El simio, convencido de que la luciérnaga era una brasa, seguía soplando para prender la leña. Por último, el papagayo bajó del árbol dispuesto a explicarle más claramente lo que pasaba, a ver si lo entendía de una vez.
    Pero ¡ay! Se acercó tanto, que el simio lo mató de un manotazo y se quedó tan campante.
    Quien no abre los ojos a la realidad, no sólo fracasa en sus propósitos, como el simio, sino que a menudo lo paga muy caro, como el papagayo.

EL LIBRO DE LAS FÁBULASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora