Deseo

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Si empezaba por la mirada, lo primero por decir sería su largo cabello negro, en una cascada de materia oscura que finalmente desembocaba en un calmo azul, la infinidad de la noche quebrándose en el mar del horizonte. Luego la estrecha frente, el columpio de su pequeña nariz y la línea que era el refugio de sus delgados labios, Apenas rosados, apenas como si al ser alguien tan poco comunicativo no necesitaran ninguna clase de presencia en su rostro. Las largas pestañas negras también, hilos de humo denso para proteger la clara, salvaje e imposible tonalidad de ese verde menta, albahaca bajo ciertas luces, cristal bajo otras pero siempre precioso. Después su cuello delgado como todo él, una varita de olivo, una línea de estrellas sujetando la noche. No había más por decir porque no había más que pudiera mirar sin delatarse a sí mismo.

Entonces se dejaba guiar por el aroma. 

Cerraba los ojos y lo intuía por el almizcle de las axilas, lo suave que debía ser la curvatura que unía sus brazos, tan delgados que nadie podría imaginar la fuerza con que sostenía una espada, la fiereza con que luchaba. El fresia de su pecho, la sangre que apenas latía contra su corazón, la delicada corriente abajo que hacía su vientre, los marcados depósitos de grasa de quien todavía debe crecer haciéndole más suave. El olor a fresas que se arremolina en su entrepierna por más pesada que sea la tela que le cubre. Ácido, dulzón, mandando señales a su cerebro para que su saliva se concentrara en su boca ante el hambre desmedida que le produce. El olor a las pequeñas florecillas blancas de las fresas, más humilde y discreto hacia sus caderas, hacia sus muslos y piernas hacia abajo. Era un ramillete de flores a su olfato, cada cual más embriagadora que la otra. Quería olerlo más de cerca, pegar su nariz a la curva que hacía su cuello para distinguir con mayor claridad si era narcisos o jazmines lo que notaba. Podía no mirarlo pero eso sólo hacía más íntimo el juego secreto de reconstruirlo a través de su más agudo sentido. Era más erótico así. Más duradero, permaneciendo en su nariz hasta su paladar, dejándole saborearlo sin tocarlo.

Gimió muy bajo, apenas lo que pudo escapar de entre sus dientes apretando sus labios. Apoyó su antebrazo contra la madera para sostenerse, temeroso de ser escuchado.  Estaba tan pendiente de las misiones, de sus tristezas, de su responsabilidad con Nezuko y la constante amenaza que era impensable que tuviera tiempo de crecer. Pero ahí estaba, su instinto aflorando por cada uno de sus poros, tan evidente que cualquiera podía verlo sin siquiera una palabra. Estaba luchando por devolverle la humanidad a otra persona sin preocuparse de la suya y ahí estaba el bruto deseo abofetéandole para manifestarse. Ni siquiera tenía intenciones de negarlo si alguien lo miraba. No por descaro, sino por un profundo y amargo desconcierto propio. Tendría sentido si fuera Kanao o Aoi o incluso Shinobu, Mitsuri.

Pero era Tokitou. 

Con sus ojos asueñados buscando su consuelo, con su necesitado abrazo cada noche, con su condescendiente preferencia en los entrenos, con su frágil y expuesta desesperación que Tanjirou no tenía derecho a malinterpretar. Tenía en cada arista la herida de la soledad y él no podía tomar ventaja de eso. No era un monstruo. Si  buscaba su calor, si buscaba su amabilidad, era su obligación tener la empatía de fungir ,como con todos,  su papel de hermano mayor. De consuelo, de refugio. 

Era tan difícil, era casi enloquecedor. Su cercanía le mareaba, el calor de su piel le daba ganas de cosas que lo confundían y lo atemorizaban sin saber a quién podía recurrir. Entendía un par de cosas, no en vano era el hermano mayor de cinco, claro que comprendía. Pero necesitaba alguien que lo consolara, que le palmeara el hombro y le dijera que era algo normal, que era sólo la edad de sus hormonas. Extrañaba más que nunca a su padre entonces. Seguro dos años de diferencia no le resultarían escandalosos a él, ni el género de quien le hacía una marea la sangre. Le diría que tenía permitido sentirse así, que al final venían de una familia ofrecida al fuego, era natural que se incendiara, que viviera rendido al menor chispazo, a la menor hoguera.

Si su padre siguiera vivo, para empezar, él no se hubiera visto envuelto en ese desgarrador panorama. Y no hubiera conocido a todas las hermosas personas que enriquecieron su existencia. Su optimismo a veces hasta a él mismo le sorprendía. 

La columna le serpenteó ante una nueva caricia de su propia mano callosa, lastimada por madurar a la velocidad de la supervivencia y la desgracia. Pisó con más fuerza las orillas del furón, el que había compartido una vez más con ese soplo de flores, ese perfume de jardín imposible que ahora estaba , ingenuo y libre de culpas, entrenando en algún lugar de la montaña. Mientras él estaba ahí, intentando no hacer demasiado ruido mientras eyaculaba justo sobre la pijama de Tokitou. Tragó saliva, intentó respirar con calma. Se limpió la mano en la tela, rogando porque nadie le preguntara por qué estaba tan dispuesto a lavar él mismo la ropa sucia de otra persona.

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