Prólogo.

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“Here I am. Will you send me an Angel?”

Send Me An Angel, Scorpions.

Dany temblaba en la parada del autobús mientras veía las hojas caer. Su casa, perdida lejos de la ciudad, quedaba muy lejos del hospital y aunque llegara a coger aquel autobús que parecía no llegar nunca, le quedaría un buen trecho andando.

Lo recordaba todo de un modo extraño, con las sensaciones luchando en su piel, el tiempo danzando mientras se le erizaba el bello de los brazos.

Una voz lejana en sus recuerdos le decía que era hora de que regresase a su casa, que ya no había nada que hacer allí. Recordaba haber abierto los ojos y ver cómo la dueña de esta voz, una enfermera, tapaba el cuerpo de su hermana con una sábana de color verde pálido como si creyese que con ella iba a ser capaz de tapar el silencio que había dejado en la estancia, en el edificio; en su vida.

Recordaba haber soltado la mano de Maddie con cuidado, besándola en la frente. Haber caminado hasta la puerta temblando y aguantar el sabor amargo que subía por su garganta.

Abrió y cerró los ojos esperando que fuera una película, una broma, un mal sueño. Que su hermana no hubiera muerto en realidad.  No pasó nada. Ni siquiera llovía. No había ni una triste tormenta que indicase que aquel era el momento más triste de su vida.

Cerró los ojos de nuevo.

El olor a desinfectante acudió a la mente de Dany, transportándola de nuevo a la habitación gris del hospital.

Las imágenes se agolpaban, tropezaban unas con otras: Sus padres en la sala-capilla del final del pasillo, la presencia débil de aquel Cristo crucificado, el silencio pesado, el silencio miserable que avanzaba como lo hizo la manta de Madeline, el silencio producido cuando se colisiona con la realidad, las escaleras de la azotea, el viento meciéndola con el ruido de la ciudad y el calor dulce del Sol.

Cuanto más lejos estaba del suelo y las personas que lo habitaban, mejor se sentía. Por eso necesitaba  subir a su pequeño rincón en el tejado, y por eso, aún no sabía cómo, había llegado a aquella azotea.

Un autobús pasó, despertándola de su trance de un mazazo. Las hojas se arremolinaron a su alrededor.

-¿Qué? –le dijo el hombre desde la portezuela-, ¿subes?

-No, estoy esperando al 5.

-Hoy no pasa el 5, niña. Tendrás que volver andando. –Murmuró mientras cerraba la puerta.

La calle volvió a quedar vacía y Dany empujó los recuerdos a una esquina en su mente. Inhaló con fuerza y cogió su mochila. Iba cómoda e igual no le iba mal despejarse.

Como una niebla, la voz que había escuchado en la azotea comenzó a aflorar de nuevo en su memoria. Dany recordaba el timbre y el tono como si estuviera de nuevo tras ella; encogió la espalda y se abrazó. Era una voz felina, y ella se sentía como una presa. La sentía avanzar hacia ella, como un susurro que se abalanzaba no solo físicamente, sino a través de su mente. Recordaba cómo se había paralizado y cómo escuchaba la sangre martilleando en sus venas. Recordaba el modo en el que su corazón se aceleraba, buscando la adrenalina que su cuerpo tendría que haber fabricado para poder huir. Recordaba el modo en el que se sentía dividida y cómo, cuidadosamente, se giró para ver, que no había nadie.

Sólo quedaba el eco de esa voz familiar y a la vez desconocida. Feroz, atractiva, profunda.

Una voz que sólo había dicho:

-Danielle…

Las nanas de los Caróntidas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora