They Don't Care About Us

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La infancia de Marina había sido un poco accidentada desde los inicios, pero dentro de los parámetros de lo regular; sus padres habían tenido que trabajar mucho para sacar adelante su nuevo hogar, y ella quedaba al cuidado de sus abuelos, junto a sus primos. Alejandro Castro era un policía retirado y una suerte de sustituto del rol paterno para con la pequeña Marina, era culto como pocos hombres de su condición, ya que había tenido que abandonar su pueblo siendo apenas un niño pequeño y arreglárselas como pudiera para salir adelante; era un amante de la buena conversación, el espacio y la ciencia, los placeres más simples de la vida y la libertad sexual, pero esa última característica no lo convertía en alguien desentendido de las responsabilidades para con su familia. Su esposa, la piadosa e intachable señora Luisa Paredes, era un ama de casa que había dedicado su vida a criar de sus hijos como si fueran bebés in vitro, y a criticar a cuanta mujer de "moral relajada" se atravesara en su camino, siempre destacando su superioridad ante dichas, y su desprecio también.

Marina aprendió de su abuela que una mujer debía ser delicada, recatada, aseada y una excelente cocinera; su abuelo, en cambio, se ocupó de abrir la mente de la única nieta que tenía y hacerla intelectualmente superior a sus primos, quienes no parecían tener interés en los terrenos del saber. Alejandro le enseñó a la niña que el mundo, a pesar de ser redondo y caprichoso, era tan amplio que no bastaba una sola vida para conocerlo entero, pero que dependía de ella el abarcar tanto como sus pequeños pulmoncitos y su joven corazón quisiera. Noche a noche le contaba historias de grandes héroes que sacrificaban sus vidas para honrar las causas que se gestaban en un lejano paraje donde sus habitantes podían ser muy crueles, muy sabios o muy buenos en el arte de la guerra; donde sus dioses cometían tantos errores como los humanos mismos; y donde la comida tenía un exquisito sabor a miel y aceite de oliva. El hombre disfrazaba moralejas, conceptos filosóficos, apreciaciones morales y ética básica, con lindas fábulas que entretenían a la pequeña, quien acudía todas las tardes al regazo del viejo para reclamar su dosis diaria de conocimiento.

Abuelo y nieta era un par inseparable, ambos sentían mucha afición por el campo, específicamente por la finca que Luisa había heredado de su madre; rodeados por el vientecillo helado de invierno, la familia se daba cita para las vacaciones de mitad de año y la casa se llenaba de primos y tíos que convivían en la más plena de las armonías, suavizados por la paz que traían los verdes prados. Pero mientras los niños jugaban a ser soldados escondidos tras los árboles, y las niñas instalaban improvisadas mesas de té en el patio terroso, el dúo dinámico iba a dar un paseo por toda la extensión del terreno en los únicos dos caballos que quedaban en el establo, recogían fruta o nadaban en el riachuelo que corría unos metros detrás de la casa; y finalizaban la tarde acurrucándose en los cómodos muebles de mimbre de la pequeña salita, Alejandro bebía un café bien cargado y Marina un té de manzanilla con hierba recién arrancada del huerto.

Aquella tarde la pequeña había salido a montar bicicleta con dos de sus primos, pero la lluvia les hizo acortar su paseo y volver a casa antes de caer enfermos. Los niños se abrigaron muy bien mientras sus padres seguían las instrucciones que Alejandro les daba para instalar un improvisado techo sobre el comedor de exterior, que eran cuatro palos con un gran pedazo de plástico encima. Pero el clima hizo imposible la tarea, por lo que decidieron comer en la cocina, sentados en el suelo o en las encimeras de cemento rústico.

—¿Qué haces, pá? —Preguntó Marina sentándose junto al abuelo, estirando el cuello para observar atentamente la portada del gran cuadrado que tenía sobre sus muslos. Esta exhibía a un hombre con un traje bastante particular y que parecía una estatua, con un fondo de un cielo con tonos rojizos y negruzcos, ella no tenía idea de quién era, pero consiguió distinguir su nombre—. ¿Michael Jackson?

—Solo uno de los mejores cantantes de la historia de la humanidad, linda. —El hombre se puso de pie y fue hacia el viejo tocadiscos en una esquina de la sala, lo limpió un poco y colocó con cuidado el vinilo, le dio una pequeña mirada a la lista de canciones en el revés de su empaque y colocó el stylus en donde creyó conveniente—. Siempre quise mostrarte su música, pero temo que eras demasiado pequeña como para apreciarla por completo, pero ahora es el momento perfecto.

Memorias del Poder. [#1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora