La Milicia

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Mis primeras festividades de fin de año como casada resultaron ser un tanto diferentes a lo que había imaginado alguna vez, tal vez me había venido muy arriba pensando que estaría bebiendo Moet en algún rascacielos neoyorquino, con un lindo vestido de diseñador y mi marido rodeando mi cintura descubierta por el escote de la prenda, o tal vez mi imaginación voló de más al pensar en Víctor y yo decorando un árbol con adornos tallados en madera, la chimenea prendida y un chocolate caliente acompañando la noche; pero ciertamente no imaginé solo cenar un insípido pollo asado con algo de café y peras al vino como postre.

Una mañana, mientras flotaba cerca a los ventanales de la residencia Hernández como si fuera un fantasma, la visita del cartero alentó las esperanzas de algún tipo de novedad positiva. Me apresuré a abrir la puerta y recibí varios pares de elegantes tarjetas, me llamaron la atención aquellas de sobre negro con bordes dorados, pensé que se trataban de invitaciones a fiestas distintas, pero era la misma con diferente destinatario; una iba dirigida a los Hernández e hijos, y la otra era para el señor y la señora Hernández. Era consciente de que no íbamos a asistir a ninguna de esas celebraciones, pero fue reconfortante saber que la sociedad mexicana me aceptaba como esposa de Víctor; no era que necesitara algún tipo de validación, pero a esas alturas, en las que todo me parecía tan surreal y onírico, nunca estaba de más un recordatorio de que esa era mi realidad.

—Luces miserable. —Señaló Miranda esa misma tarde, observándome desde el marco de la puerta del salón—. ¿Cómo es que mi hermano no ha hecho nada para revertirlo?

—Víctor está tan ocupado pensando y haciendo lo posible para procurar la felicidad de otros... que a veces pienso que se olvida de la nuestra. —Musité, dejando caer la tarjeta que sostenía—. Pero eso no importa, porque cuando seamos Emperadores todo habrá valido la pena y la gente agradecerá nuestro trabajo. Y probablemente me maten por dilapidar la fortuna de México en un par de años o así.

—Creo que te estás quitando el crédito por algo que debió ser solo tuyo. —La adolescente se sentó a mi lado e hizo una pausa antes de iniciar con su argumento—. Víctor nunca tuvo tanta suerte, eres una chica con talento, manejaste la parte administrativa como nadie y para eso es necesario tenerle amor al trabajo. Porque yo no podría organizar y empadronar a tanta gente en tan poco tiempo y con tanto éxito como tú lo hiciste. Tal vez, lo que te hace sentir así no es que Víctor viva disperso, sino sentirte incapaz de hacer algo más para contribuir a la causa.

—Nunca me he sentido cómoda estando quieta, mucho menos en estas circunstancias. Necesito moverme de un lado a otro para poder sentirme útil. —Confesé con cierta incomodidad.

—Te recomendaría que no lo hagas entonces, cuando me aburro suelo dar un paseo a la tienda y al volver, después de haber gastado todas mis monedas sueltas en mierda nociva, me siento mucho mejor.

—¿No quieres acompañarme? —La adolescente negó de un lado a otro y dijo que debía estudiar para un examen, pero que no se molestaba si le traía algo—. De acuerdo, vuelvo en un rato.

Quise romantizar aquel atisbo de normalidad en mi vida y decidí vestirme para la ocasión con unos joggers sueltos y una camiseta tres tallas más grande que servirían bastante bien. Tomé la pila de monedas que descansaba sobre la mesa nocturna y las fui contando mientras bajaba las escaleras, treinta y cinco pesos me acompañarían en dicha travesía y más vale que los hiciera durar todo lo posible y supiera invertirlos bien.

El condominio donde vivían los Hernández estaba sitiado por gente de dinero, lo insoportable de esto era que no existían las tan útiles tienditas de barrio porque todo el mundo tenía la costumbre de hacer la compra semanal en los supermercados más alejados, y lo más cercano a ello era el kiosko de un parque a poco menos de un kilómetro.

Memorias del Poder. [#1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora