Preludios y aquelarres

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Había momentos ligeros entre todo el apabullante ajetreo de la organización del Imperio, estaba ciertamente más tranquila al tener a mi familia cerca y saber que el resto de ella estaba protegida en la casa de campo del norte; el gélido clima se fue eventualmente, dando paso a los esporádicos avistamientos de sol en la CDMX, los cuales me traían recuerdos de veranos en el campo donde corría por metros y metros de parcelas de césped y colinas no más grandes que la joroba de un camello, ataviada con vaporosas prendas, suaves y ligeras, a merced del sol que abrasaba mi piel y calentaba mi coronilla, dejándome hacer a la brisa que enredaba mis cabellos.

Aquellos veranos de mi pubertad temprana, donde Víctor aún no imponía huella alguna en el libro de mi vida, cuando aún era completamente ignorante respecto al amor que podía profesar un ser humano, en aquellos tiempos, ni siquiera se me pasó por la cabeza que los muchachos pudieran ser algo más que desagradables seres que mojaban el cabello a propósito, cada que iba con mis primas a nadar en el río.

Hasta que una tarde mientras me ocupaba de rodar por las colinas, topé con los pies cobrizos de alguien mucho más alto que yo, cosa que me aterró y me hizo retroceder e intentar ponerme de pie con la mayor torpeza del mundo, haciendo reír al intruso, quien me ayudó a hacerlo con más rapidez.

—No sabía que a las chicas de ciudad les gustaba rodar como perros pulgosos. —Comentó el moreno, riendo ligeramente.

—Los pulgosos son ustedes, los chicos. —Increpé, sacudiendo mi vestido con el ceño

fruncido.

—¿Cómo te llamas, costal de hierba? —Preguntó, haciendo referencia a las partículas de

pasto pegadas a mi vestido rosa.

—Marina. —Respondí fastidiada—. ¿Y tú? Nunca te había visto por aquí.

—Mauricio, mis papás compraron la finca de al lado y te he estado viendo todos los días por

aquí. ¿También cabalgas, no?

—Sí, a veces. —Al girarme, pude notar el caballo del muchacho, pastando a pocos metros de nosotros—. Pues creo que nos vamos a ver muy seguido.

Y así fue, Mauricio Ponce era un chico de vivaz carácter, cabalgaba como todo un experto y supe con el tiempo que era porque sus padres se dedicaban a entrenar caballos de paso.

Pasamos gran parte del verano juntos, compartiendo bolsas enteras de dulces en la cima de alguna pequeña colina, jugando con mis muñecas, con sus figuras de acción, leyendo los cómics que sus padres le traían de la ciudad; llegó pronto la temporada en que nuestras pubescentes existencias decidieron hacer excursiones a un río cercano, donde comíamos los elaborados postres que preparaban para nosotros las nanas de Mauricio, y nadábamos

tranquilamente bajo la luz del sol, disfrutando de las mieles de la vida campestre.

Un día cualquiera, una corriente embravecida consiguió aturdirme por un momento, y Mauricio a duras penas, logró arrastrarse tirando de mi mano hasta la orilla del río. Había tragado agua, y con escaso conocimiento de RCP, el adolescente solo atinó a darme respiración boca a boca, consiguiendo que expulsara el líquido y me levantara de sobresalto, tosiendo como si se me fuera la vida en ello, encontrándome con sus grandes y oscuros ojos.

—Mauri... —Fue lo primero que dije al encontrarme entre sus brazos, sorprendida y alarmada por el episodio.

Mauri absorto y sin saber exactamente qué hacer, se aproximó a mi rostro con aires titubeantes, pero al tenerlo cerca, fui yo quien apoyó la mano sobre su tersa mejilla y uní nuestros labios en un torpe, indeciso y tierno primer beso, mientras el moreno me estrechaba entre sus delgados brazos.

Memorias del Poder. [#1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora