Vale, seguí el consejo de Corey. La prensa buscaba a la Mackenzie que conocía: la que no se maquillaba y lo ignoraba todo acerca de la moda. Debía hacerme pasar por una chica moderna, algo bastante difícil cuando tienes un presupuesto ajustado. Me compré una camisa ceñida de color morado, que daba a mis vaqueros un aspecto menos «deforme», según los había definido Corey hacía un par de días. Estaba sexy, en plan «podría hacer una clase de artes marciales y luego salir con un chico». Una capa ligera de máscara de pestañas, sombra de ojos y brillo de labios de los expositores y me había convertido en una chica completamente distinta. Es increíble lo útil que resulta un poco de maquillaje cuando necesitas un disfraz a toda costa.
Me sentía rara llevando potingues en la cara, pero gracias a eso me atreví a salir de la tienda. Decidí considerarlos pinturas de guerra femeninas o un disfraz de Halloween. Me esforcé en caminar con naturalidad hacia la pista de hielo y fingir que era popular. De verdad. Imaginé que en vez de ser Mackenzie Wellesley, la reina de los pringados, era Chelsea Halloway, la reina del instituto Smith. ¿Qué habría hecho Chelsea en las cercanías de la pista de hielo del centro comercial? ¿Arrastrar los pies con desgana o caminar con decisión? Incluso a Logan le costó reconocerme. Su disfraz consistía en un jersey gris de aspecto suave y delicado, con el que pretendía hacerse pasar por un niño bien sin conseguirlo en absoluto. Tenía pinta de enrollado, con sus vaqueros ajustados y su pelo castaño revuelto. El jersey teñía sus ojos grises de un tono algo más ahumado.
—Vaya —dijo cuando me vio—. Estás diferente.
—Pues tú estás igual.
—Ya, bueno, yo paso desapercibido.
Procuré no bufar. Claro, él no llamaba la atención Solo disparaba el radar hormonal de todas las adolescentes en quince metros a la redonda.
—Vamos a buscar los patines.
El Centro Portland Lloyd tiene una pista de hielo pequeña y atestada, que siempre he considerado parte de su encanto. Las parejas y las familias dan vueltas y más vueltas en grupo mientras los niños pequeños avanzan a trompicones. Quince minutos después me había puesto los patines y me preguntaba en qué lío me había metido. Si no daba inicio a la clase cuanto antes, empezaría a sentirme culpable por el préstamo. Nunca antes había estudiado Historia en una pista de hielo.
—¿Estás seguro de que es un buen plan? —dudé—. ¿Por qué no nos sentamos en alguna parte y hablamos de la revolución estadounidense?
—¿Tienes miedo? —me sonó a desafío.
Avancé decidida hacia el hielo (tan decidida como se puede avanzar con patines de cuchilla) y me volví tropezando hacia él.
—¿Vienes o no? Tenemos trabajo que hacer.
Logan se plantó en el hielo en cuestión de segundos. En los pasillos del instituto siempre se le veía cómodo, pero sobre el hielo su cuerpo entero parecía una extensión de los patines. Pasó por delante de mí y se dio la vuelta con un movimiento fluido. Nos quedamos frente a frente.
—Vale. Dispara.
—¿Quién fue el segundo presidente de los Estados Unidos? —pregunté mirando por encima de su
hombro para asegurarme de que no empujara a algún niño sin darse cuenta.
—John Adams. Tranquila, sé lo que hago.
—¿El tercer presidente?
—Thomas Jefferson.
Me tambaleé sobre los patines.
—Bien.
—¿Pasamos a las preguntas difíciles?
Vaya, la pregunta me había pillado por sorpresa.