Solo hice un par de paradas entre mi casa y la pista de hockey. Los padres de Corey me dejaron en la puerta y llevé mis cosas al dormitorio, llamé a mi madre para que no se preocupara y me duché para quitarme el sudor de toda una noche apretujada en un minúsculo avión entre Corey y un tipo obeso que acaparaba el reposabrazos.
No estaba en condiciones de asistir a ninguna clase. Vale, teóricamente podía haber ido al cole a recoger los apuntes, pero aquello podía esperar. Así que, sin perder el reloj de vista, me puse unos vaqueros informales, unas manoletinas y una camiseta bajo una camisa a cuadros desabrochada, y completé el atuendo con una chaqueta. Nada despampanante. Nada que llamara la atención; prendas normales con las que me sentía a gusto.
Una vez vestida, cogí mi bandolera grande, unos viejos patines de hockey de Dylan y el iPod. Tenía que darme prisa o me abandonaría el valor. Me había pasado todo el viaje en avión imaginando posibles escenarios, pero solo había un modo de averiguarlo. Así que escogí una música que me animara y traté de disfrutar del paseo. Hacía un tiempo estupendo para ser un día de diciembre en Forest Grove. El cielo estaba cubierto —no hay día que no amanezca nublado en Oregón— pero el azul del cielo asomaba despejado aquí y allá. Las guirnaldas luminosas adornaban las casas y los árboles, bonitas luces que alegrarían la triste ciudad al caer la noche. El aire frío me sentó bien, y me hizo apreciar aún más el calor del banco cuando entré a retirar dinero por primera vez tras años de ingresos.
Me sentía rara con tanto dinero en el bolsillo. Ni siquiera me había acordado de coger la cartera porque nunca antes la había necesitado. Apresuré el paso, me metí en un Blockbuster e intenté no darle demasiadas vueltas a la situación. Tú sigue tu instinto, me dije, como un tigre en la selva o algo así.
Sacudiendo la cabeza para desechar la triste metáfora, solo me detuve para meter en la bolsa mi supermeditada-así-que-no-contaba-como-impulsiva compra, junto a los patines. Mientras me acercaba a la pista, pensé que estaba haciendo lo correcto. Aquello era mucho mejor que un mensaje de texto impersonal diciendo: «Hablemos» o un forzado mensaje telefónico del tipo: «Eh, hola, Logan. Soy yo, Mackenzie. Esto uf, qué violento. ¿Te apetece, eh, quedar para charlar?».
Ir a buscarlo a la pista de hockey no podía considerarse acoso. Yo no tenía la culpa si conocía sus horarios de memoria. Si él no hubiera querido que supiese dónde estaba, no debería haberme contratado. No porque hubiera dejado de ser su profesora particular se me iban a borrar sus horarios de la cabeza.
Además, me parecía mejor no mantener aquella conversación en el instituto. Salí a la pista de hockey, que irradiaba frío desde el hielo. Me abroché la chaqueta y noté cómo la adrenalina invadía mi organismo.
Tranquilízate, me dije. Superaste la entrevista de Ellen. Puedes afrontar esto. Me senté en el banquillo, solo que en vez de sacar unos libros para fingir que estudiaba mientras miraba a los chicos a hurtadillas, me puse los patines y procedí a abrochármelos.
Aguardé nerviosa a que acabara el entrenamiento. Me levanté cuando el entrenador tocó el silbato y me acerqué mientras todo el mundo prestaba atención a sus consejos o a lo que fuera que les estaba diciendo.
Me encontraba de pie junto a la entrada de la pista cuando los chicos empezaron a salir. Casi todos me miraron con curiosidad pero se limitaron a pasar por mi lado en dirección a los vestuarios. Una vocecilla en mi cabeza gritaba: ¡Mayday! ¡Mayday! ¡Abortar misión! ¡¡¡Abortar!!!¿La escuché? ¡Nooo!
—Eh, hola, Patrick —dije cuando pasó por mi lado—. ¿Qué tal?
Boba. Mema.
Me lanzó una mirada casi tan fría como el hielo que acababa de dejar atrás.
—Bien.
—Me alegro.