Debería haberme imaginado que los medios no me dejarían en paz. Estaba tan contenta de no ver fotógrafos por allí, que me subí al coche de Logan sin pensármelo dos veces. Me costaba concentrarme en los paparazzi cuando estaba con él; no porque sea guapo sino porque me tenía despistada. No paraba de hacer comentarios sarcásticos que me habrían molestado de no haber sido tan graciosos.
Me gustaba estar con él; por eso no me di cuenta de que estaba en apuros hasta que Logan se puso a charlar junto a la casa de los Hamilton mientras que a diez metros de allí la prensa había sitiado mi hogar. Los periodistas abarrotaban el jardín del mismo modo que mi madre atiborraba de mantequilla mis bocadillos de queso.
Abrí la boca de par en par.
—Oh, mi ¡Sigue conduciendo! —le ordené a Logan mientras escondía la cabeza—. ¡En marcha!
No tuve que repetírselo. Logan no derrapó dejando una marca de neumáticos en el suelo ni nada escandaloso. Sencillamente pasó ante mi casa y no se detuvo hasta que llegamos a la pista de baloncesto donde yo solía patinar.
—Interesante —el flequillo se le deslizó sobre los ojos—. Así que esa es tu casa.
Volví a sentarme.
—Mira, te lo puedo explicar.
—Ya, y seguro que la explicación será una memez.
—¿Ah, sí? —repliqué, levantando la barbilla con ademán desafiante—. ¿Y por qué?
—Porque no hay nada malo en vivir donde vives.
—Tampoco hay nada malo en ser disléxico.
Se volvió hacia mí y me fulminó con la mirada.
—No es lo mismo.
—Claro que sí —argüí—. A ninguno de los dos nos gusta que nos compadezcan. Tampoco quería que el equipo de hockey viniera a mi casa a robarme la ropa interior pero aparte de eso la situación es idéntica.
Torció la boca y me di cuenta de que hacía esfuerzos por no echarse a reír. Aún estaba enfadado, pero no había perdido el sentido del humor.
—¿A robarte la ropa interior?
Me encogí de hombros.
—Veo la tele por cable. ¿No hacéis eso para divertiros? Robar la ropa interior de las chicas.
—Has visto demasiadas pelis malas.
—Mira, debería haberte dicho antes dónde vivía, pero la gente hace tonterías. Así que si vuelves atrás y me dejas en casa, te lo agradeceré.
Logan arrancó el motor.
—Quieres que te deje en casa y me vaya.
—Esto sí.
—Con la casa atestada de periodistas.
—Me las arreglaré —le respondí, exasperada. Empezaba a estar harta de que me rescatara. Vale,
sí, normalmente soy una mema, pero me las podía arreglar sola. No había dejado que los periodistas, Alex Thompson, Chelsea Halloway ni nadie en realidad me impidiera vivir mi vida, así que debía de tener mucha más personalidad de lo que pensaba la gente—. Todo irá bien.
—Claro —Logan asintió con sequedad—. No necesitas ayuda. Perdona por haber pensado lo contrario.
Sabía que lo había ofendido, pero no supe qué responder. Lo miré e insistí:
—Déjame en casa, de verdad. No quiero que los periodistas nos hagan fotos y empiecen a especular sobre mi vida amorosa.
Asintió. El coche ya enfilaba mi calle.
—Vale, un poco más cerca —sugerí—. Aquí ¡Para!
Antes de que Logan pudiera decir nada más, salí corriendo hacia la puerta de mi casa tapándome la cara con la mochila. Me concentré en recorrer de una pieza los diez metros que me separaban de ella. Me bombardearon a preguntas en un tono tan agresivo que creí que me estallaría la cabeza.
—Mackenzie, ¿quién era ese?
—¿Teníais una cita?
—¿Estás segura de que no está contigo por tu fama?
La última pregunta casi me hizo reír. La mera idea de que Logan me estuviese utilizando para salir en las revistas era la más absurda que había oído en mi vida. Estaba segura de que a Logan le gustaba la publicidad tan poco como a mí. En esos temas, confío en mi instinto.
Dylan me arrastró al interior; toda una hazaña, si tenemos en cuenta que había un batallón de periodistas en el jardín y un montón de paquetes en el recibidor. Se diría que habían descargado un camión entero de UPS. Todas las etiquetas decían lo mismo: entrega especial para Mackenzie Wellesley. El mundo se había vuelto loco.
Dylan me plantó una caja en los brazos y yo hice esfuerzos por no dejarla caer.
—¿Qué demonios?
—Llévala a tu habitación —él cogió otra—. Luego ya le enseñarás todo esto a mamá. Tenemosm que quitarlo de en medio antes de que llegue a casa.
A veces se me olvida que, además de ser un incordio, Dylan se preocupa por nuestra familia tanto como yo.
—Venga —su voz reflejaba grandes dosis de irritación—. No tardará en llegar.
Sosteniendo la caja a duras penas, seguí a Dylan. Me quedé boquiabierta cuando vi mi cama sembrada de cartas, mensajes y post-it. Dylan no me dio tiempo a quedarme mirando. Dejó la caja y me ordenó que lo siguiera. Tardamos más de cuarenta y cinco minutos en transportarlo todo al piso de arriba, y eso sin contar el descanso de cinco minutos que me tomé para beber agua y frotarme los doloridos brazos.
Después de cargar todo aquello, no quería volver a ver una caja en mi vida. Se me habían clavado por todas partes hasta convertir mi cuerpo en un gran cardenal con patas. Intenté no quejarme cada vez que mis miembros protestaban. Huir de los paparazzi, patinar sobre hielo y transportar todas aquellas cajas Demasiado ejercicio para un solo día.
No pude resistirme a averiguar qué contenían los misteriosos paquetes. Cogí unas tijeras y abrí una caja de unos cuantos tijeretazos. Y me quedé mirando el contenido con la boca abierta. Temblando, tendí la mano. La suave textura de la seda se deslizó provocativa por mis dedos. Era sin duda la prenda más maravillosa y sutilmente sexy que había visto en mi vida, un vestido capaz de hacer invencible a aquella que lo llevase puesto. Me imaginaba a Helena de Troya vestida con algo así, aunque la prenda en sí misma habría bastado para que mil barcos se hicieran a la mar.
Era bonito, divertido, lo bastante atrevido como para mostrar algo de pierna y era mío. Seguí acariciando la tela, luchando contra el impulso de echarme a reír y a llorar al mismo tiempo. Según la etiqueta, se trataba de una creación de BCBG Max Azria. Dejando a un lado el vestido, saqué de la caja unos zapatos de tacón. Los examiné como si fuera Cenicienta mirando sus zapatitos de cristal por primera vez.
—Oh, Dios mío —atiné a decir, mientras me quitaba las Converse y me calzaba aquellas sandalias negras tan sexies. No tenía ni idea de cómo los periodistas habían averiguado mi número, pero me sentaban como un guante.
Allí estaba yo, con mis nuevos zapatos de diseño e incapaz de seguir en pie. No porque temiese que los tacones de aguja no me sostuviesen sino porque sabía que ya no había vuelta atrás. Las sandalias constituían la prueba irrefutable de que mi vida había cambiado; de que tras años y años de rebuscar en los mercadillos había encontrado algo elegante y maravilloso. Por fin poseía algo sencillamente por placer Cuando me levanté y me miré en el espejo barato de mi habitación, sufrí un sobresalto. Porprimera vez, apenas me reconocía a mí misma.Me quedé allí, preguntándome qué clase de chica sería aquella y si me gustaba.