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Los primeros días.
Contigo, todo era hermoso. Las clases parecían menos aburridas y los libros un poco más interesantes. Las cosas en común que descubríamos estaban bien, pero las que nos diferenciaban uno del otro eran mejor. Aprendí a reírme, olvidarme de mis complejos, dejar de odiar el contacto físico y expresarme un poco más de lo habitual. Simples accciones cómo tomarnos de las manos o abrazarnos, que en general aborrecía, pasaron a ser parte de mi nueva rutina. Por alguna razón desconocida, nunca me incomodó hacer todo eso contigo, muy a pesar de que no era algo que me gustase recibir o expresar.
Hacías que perdiera la concentración y los bolígrafos. Las horas pasaban volando ante mis ojos, mientras que los minutos se hacían extrañamente extensos cuando estaba junto a ti. Persuadías mis sentidos y los alocabas con un susurro, me provocabas mareos con una palabra. Incluso las cosas que pensamos, cursis o demasiado románticas, solían sobresalir cuando estábamos juntos. Aprendí a conocerte, a rebuscar en ti y en tus memorias, a quererte y a dedicarte más tiempo del que solía dedicarme incluso a mi mismo. Aprendí a escuchar, aunque odiaba oír cosas que me parecían irrelevantes de las personas, junto a ti cualquier tontería parecía un tema de profundo análisis y concentración. Aprendí a apreciar el tiempo, porque unos minutos, efímeros y finitos, eran un regalo esperado con ansias en una tarde. Aprendí a ser escuchado, cuando no quería que nadie me prestara atención, tenía una porción de la tuya arraigada a mi eco. Aprendí a escribir, de nuevo. Aprendí a componer versos y estrofas cómo por arte de magia. Y aunque ya lo hacía desde hacía tanto tiempo, cada vez se volvieron más puntuales, más hermosos, más similares a los de un libro viejo en una biblioteca, así de prístinos, se maquillaban para ti y surgían cómo espuma marina. Aprendí a inspirarme en ti, a leerte y luego a escribirte otra vez. Cartas, epigramas, notas y sextetos que no te entregaba pero que guardaba en mi baúl, cerca de mi cama, en mi habitación que ya no parecía tan atractiva. Aprendí a sentir y latir un poquito más, a lo natural. Cada reingreso de tu imagen a diario en mi cabeza era cómo sumergirme bajo el agua y respirar sin esfuerzo, zambullirse hasta el fondo de mis sentimientos que afloraban y dejarlos crecer intactos, cómo flores al rocío de la mañana.
¿Era eso enamorarse? ¿Era eso sentir? ¿Era eso entregarte mis libretas y mis alas, para que volases tú por mi? No lo sabía. Era tan inexperto para despegar mis alas por fin de donde yo mismo las había atado. Sin embargo, eso no parecía importar entre nosotros. La química parecía darse de una manera bastante precisa y adecuada y me parecía cada vez más irreal.
En nuestras bromas y jugueteos, nuestras manos atacando a cosquillas al otro o desordenándonos el cabello mientras nos insultabamos en inglés y francés, las horas interminables de clase y los días que parecían repetirse una y otra vez, no me cansaba. Era cómo volver a experimentar algo que te gusta, cómo una sensación de adrenalina que no para, cómo por un parque de atracciones o un escape a medianoche de la casa de tus padres. Latías mi corazón a formas muy constantes y solías colocar la palma de tu suave tacto sobre él para apaciguar y agilizar mis huesos.
¿Recuerdas cuando comenzábamos a chocar nuestras palmas una y otra vez simplemente para que nuestros dedos se entrecruzaran y terminaramos tomados de las manos? Luego nos mirábamos a los ojos, tus mejillas se tornaban color punzó y sonreías apenada. Mis nudillos, suavemente, acariciándolas después, porque las yemas de mis dedos aún no tomaban valor para posarse sobre tu rostro. Y entonces, arreglaba los mechones de cabello que caían, queriendo disimular y esconder tu cara. Y entonces me fijaba, cómo brújula, en el norte de tu mirada. Y acercaba tu mano, aún tomada de la mía, para depositar un suave beso en ella, gentil y puro.
Cierta vez sucedió de esa manera. Una mañana cómo cualquiera, inesperado cómo cualquier bala que no se pretende disparar. Improbable cómo creer que lloverá en una mañana de verano. La clase había tenido un atisbo de suerte pues el docente no llegaría y tendríamos casi cuatro horas en las que no tendríamos que preocuparnos por nada. Y la mayoría estaba merodeando los alrededores, visitando otras aulas o simplemente, almorzando con antelación en el comedor de la institución. Eramos otros cuatro individuos más, Lexi y yo. Distribuidos de manera aleatoria por el aula, todos nos manteníamos en nuestras ocupaciones rutinarias. El ambiente, en general, se escuchaba silencioso. Un alfiler podría caer y haría el ruido suficientemente audible para nuestros oídos. Y ambos estábamos en una típica situación cómo la descrita. Llevábamos... ¿más de media hora? ¿una hora quizás? El tiempo no era un factor que tomaramos muy en cuenta.
Cómo disparo, gatillo oprimido por manos impulsivas, sucedió. Te acomodaste un fleco de tus cabellos hacia un lado y te acercaste a mí. Y por vez primera, sentí tus labios caer, cómo golpe, cómo bofetada, cómo suave aterrizaje, sobre mi mejilla. Eran suaves, cálidos. Una brisa refrescante, de playa, tardía. Un oasis en medio del desierto. Así, cómo un impacto en mi sistema nervioso, para contorsionarlo, hacer figuras con él y después acomodarlo en su sitio, nervio por nervio. Por todo mi cuerpo, una chispa de corriente que no encontraba la manera de salir. Paz, te y libros viejos. Letras impresas en páginas antiguas y olvidadas. Un viaje en autopista a más de cien kilómetros por hora. Y la cereza, un brillo de mil estrellas juntas, de una nova, fijo y publicado en tus ojos al despertar del trance al que me sometiste, maga, por una inmerecida gota de tu afecto. No quiero que nadie más tenga las luces que yo vi esa mañana en tu mirada, Lexi. Robaste las partículas de los mismísimos luceros nocturnos y las impregnaste en tus pupilas.
Y me enamoré. Así, tan fácil cómo alcanzar la luna con tus manos en una noche despejada. Cómo observar las nubes y asignarles formas y detalles. Sencillo. No fue complicado caer en tus redes y que mis pulmones no se llenaran más que de tus suspiros. Me enamoré.
¿Escuchas mis palabras ahora? ¿Me ves, por fin, después de un largo tiempo? Soy yo, el que te habla, aún gritando por tu nombre en la oscura fauce de mi habitación de la que no he salido en semanas. ¿Por qué te empeñas tanto en encerrarme? ¿Por qué no me das la libertad que deseo junto a tu figura asiluetada por las sombras? Amor mío...
El invierno se ha ido y las flores crecen en los páramos, antes desechos y sin vida, se llenan con tu sola presencia y tu sentido cuando pasas, sobre cualquier lugar, a cualquier hora. Revitalizas el día, tintas la noche de azul negro para que combine con cada blanco destello que emane de tu iris. Las tonalidades y los sabores se hacen presentes e invaden consensuadamente los ríos apacibles y las olas temibles que azotan la playa desde la que te espero. Mi ojo no se aparta del horizonte, esperando ver las velas de tu barco cuando me rescaten. Mi vista está fija en las anclas que dejaste cómo recuerdo hace muchas primaveras sobre esta misma arena, la que cuenta, con cada grano, los segundos que llevo esperándote sin descanso, observando éstas mismas anclas y preguntándome con qué encallaras la próxima vez que me visites, si me visitas, sobre el puerto de esta playa.
No veo nada, solo fotos y recuerdos, la misma mesa de noche y las mismas velas. La habitación se torna más oscura y me consume. Aquí no llega la luz y la oscuridad se complace en tomarlo todo. Yo, simplemente, me levanto, aún ignorando si es de día o anochece ya, prendo un cerillo y quemo una vez más la vela que, a veces, ilumina estas cuatro paredes. Y me cuentan historias, de cómo nos enamoramos y de cuanto te quise, de cómo volé tan alto que el sol parecía una canica más junto con los planetas sobre mi mano. Las paredes entonces, con ayuda de la luz de la vela me relatan con reflejos recuerdos y momentos que nunca volverán. Palabras y letras que el viento se llevó, ocultas por la mancha de tinta que yo mismo derramé sobre las páginas de nuestra historia. Y la amnesia huye y recupero cada promesa que yo mismo correteé de mi confianza y mi memoria rejuvenece para luego volver a morir, los aullidos comienzan y cómo en un terremoto, las paredes bailan y el suelo comienza a crujir, mientras afuera el estruendo de una gran tormenta estremece mi tímpano.
Entonces lo ignoro, mientras nuestras sombras se besan en la oscuridad...
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𝑳𝒆𝒙𝒊
Teen Fiction"¿Y que es más fácil que amar? ¿Y que es más complicado que dejar de hacerlo? La melancolía de lo añorable. Aquella voz en nuestra mente, quizá llamada conciencia, que nos recuerda algo que hicimos mal o un punto donde no actuamos cómo debimos hab...