Ojos

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Eran manchas de carbón en las rocas. Tierra en la nieve. Algo borroso, repetido en patrones que no merecía recordar ¿Por qué debía mirarlos? No necesitaba perder su tiempo en mirar a la gente, sus rostros sólo eran eso. Rostros sin historia buscando en las cartas, en los omikuji algo que les diera un sentido a su día a día, alguna clase de consuelo o advertencia que al final a Muichirou no podían importarle menos. Sin embargo, las palabras del viajero le resonaron toda la noche y al día siguiente no pudo evitar prestar atención a los ojos de las personas. 

¿Cómo miran las personas? 

Por ejemplo esa señora tiene unos enormes y profundos ojos cansados, negros, enmarcados por unas cejas espesas que revoloteaban en melancolía mientras avanzaba hacia el templo, con una dificultad por su marcado embarazo. Ese hombre tenía unos enérgicos ojos amarillos como naranjas de abril, no era necesario ver su sonrisa para que le hiciera sentir de alguna manera con ánimos. Podía pasarse toda la mañana viendo los ojos de la gente y encontrando algo nuevo y eso sin duda lo llevó a preguntarse: ¿Cómo miraba él? ¿Qué decían sus ojos que incluso a un extraño le hicieron acercarse?

Había heredado el color cerceta de su madre, sin embargo llevaban la forma redonda de su padre, lo sabía porque Yui los tenía así y él debía tenerlos igual. Aunque al ver a su hermano la primera palabra que le inspiraba era rabia y no tristeza. Era imposible, el viajero debía haberlo comprendido mal, después de todo él y su hermano eran iguales hasta la última pincelada. Aunque ya no usaban la misma ropa, aunque por el extenuante trabajo de leñador, Yui tenía las manos más callosas que él y su tez se había tostado bajo el sol. Le obligaba a ejercitarse con él y realmente su complexión no variaba tanto. No quería pensar en las diferencias, a veces pensaba que lo único que les unía era su físico símil y se aferraba a eso para no olvidar que lo tenía a él. A veces abría los ojos a mitad de la noche y miraba a Yui dormir, observaba su bonito cabello negro en puntas iguales al color de sus ojos regado por el pequeño futón más cercano a la puerta, su respiración tranquila y así le recordaba que alguna vez fueron felices. 

Ese día no hubo mucho gente y se permitió volver antes, aunque haciendo una pequeña parada en el pueblo, debía comprar más papel y tinta. Le gustaba escribir, el olor de la tinta al secarse sobre el papel. Cuando cometía equivocaciones o manchaba de más, doblaba las hojas en origami para pasar el rato aunque Yui lo regañaba llamándolo infantil y estúpido. Tenía catorce años todavía, quería defenderse pero en algún momento dejó de hacerlo y sólo se limitó a llevar sus juegos al bosque, donde Yui no lo veía y él salía mintiendo por ir a juntar algunas flores que al final nunca llevaba. La ciudad cada día abría un poco más su manto sobre lo que solía ser su pueblo de montaña perdida, cediendo a una civilización que le apabullaba los sentidos, haciéndole desear quedarse más tiempo bajo las luces, los gritos de productos ofrecidos, la gente que se hacía un líquido en las calles. Yuichirou siempre se quejaba de lo bullicioso que se había vuelto todo y cuando llegaba a casa su gesto de fastidio era evidente, alejado de la comprensión sincera de su hermano. Compró algo de comer antes de llegar al sitio donde siempre surtía sus materiales, detenido en un local de productos de belleza. Dudó, contó las monedas pero al final decidió que podía comprar sólo la mitad de lo pensado inicialmente, mientras escogía un espejo de bolsillo. 

A mitad de vuelta a casa en el sendero se detuvo. El sol todavía guardaba unos rayos para él, para permitirle sentarse a la quietud de un árbol y sacar el espejo para mirarse. El tiempo se olvidó de su rostro. Guardaba la redondez demasiado infantil en las mejillas, los labios en una media luna encontrada. Sus ojos no eran como los de Yui, bajo los suyos había unas líneas violetas de la falta de sueño perenne y ensombrecían el verde de sus iris. El viajero no mentía, su tristeza parecía un lunar o una cicatriz, tan arraigada a su persona que no podría decir si nació sin ella. Apretó los labios, frustrado, arrojando el espejo que encontró su ruptura contra la corteza de otro árbol mientras Muichirou retomaba su camino. 



-Llegas temprano- había olvidado el timbre de Yui, mucho más esa velada sonrisa que más bien parecía una provocación, removiendo en la olla la cena-¿Tienes hambre?-

-Sí- mintió, apurándose a dejar las hojas y la tinta en su futón sentándose a la mesa-¿Cómo estuvo tu día?-

-Terrible- rumeó, sirviendo el estofado en dos platos, sentándose frente a él- con tantos turistas los baños termales se saturan y la leña y el carbón se venden como si fueran gratis-

-No comprendo ¿Qué no es eso bueno para nosotros?-

-Sí, supongo. Pero odio a los turistas- chasqueó la lengua y Muichirou se rió- el señor de una de las casonas de abajo, las que están casi al límite del pueblo tiene un estanque. Está lleno de patos, preciosos y gordos. Quise pedirle que me pagara con uno para que cenáramos-

-Sería bueno, podríamos cocinarlo la semana siguiente en el aniversario de nuestros padres- suspiró con pena, terminando de sorber lo que quedaba en su plato- ya van a cumplir tres años-

-Sí, ya llevan suficiente tiempo bajo tierra para que los sigas recordando ¿No crees?-

-¡Yuichirou!-

-Oh, por los Dioses ¿En serio sigues triste por ellos?- el chico comenzó a  carcajearse haciendo temblar la mesa- Deberías estar triste por nosotros, llevamos tres años en una vida miserable-

-Eso no es verdad- 

-Dime una sola vez que hayas sido feliz en estos años, Mui. Una sola- palideció, sintiendo las palabras atorarse en su garganta- ¿Lo ves?-

-Hemos tenido tiempos difíciles pero eso no significa que seamos miserables, creo que...-

-Cierra la maldita boca, tu estúpido optimismo me da dolor de cabeza- resopló, sirviéndose más estofado, ignorando las lágrimas en las mejillas de su hermano. 

Manzanas de plataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora