Hambre

133 13 1
                                    

A su alrededor el fuego se consumía a sí mismo por el pánico, la luna se quebraba tras las nubes para escapar de su mirada. Sus ojos de reptil, malditos e inexpresivos eran rojos como la sangre que condenó a toda la humanidad a padecer dolores, a las manzanas que en el Occidente representaban el pecado y la desobediencia. Supo que lo odiaría desde el primer momento en que sus ojos se posaron en él, desde que se arrodilló a besar su mano en una galantería que enseguida mutó al sentirlo morder su palma para después dejar caer ahí unas gotas de sangre al clavarse sus propias uñas. Podía recordar el dolor recorrerle cada célula, todo su cuerpo era un grito de dolor demasiado largo para su propia garganta, se iba a asfixiar antes de poder expresarlo, la sangre le abandonaba y se renovaba en otra más oscura y dolorosa. Millones de rosas floreciendo en sus venas, desgarrándole para abrirse.

"Si sobrevive dile que vaya a mi habitación" Entre las nubes de la agonía desesperada lo vio lamerse los labios, en una sonrisa que terminó de romperle los nervios. 

Esa noche perdió más de una cosa y la dejó muy adentro de sus recuerdos. Se concentró en sobrevivir, en aprender del resto de ese conciliábulo que ni en mil millones de años podría llamar hogar, en sorprenderse a sí mismo con sus dotes para la espada y las técnicas. Kokushibou era frío, indiferente y altivo pero al menos se esmeraba en su enseñanza, en instruirle para no fallar. Muzan se encargó de moldearlo también, en tirar de su resistencia mental hasta casi enloquecerlo. Pero entre toda aquella noche que le escurría por la frente tal una herida abierta pudo mantenerse entero. Pudo mantener en un hilo de aire la convicción de cuidar del camino de su hermano viéndolo desde afuera, de cerca entre las penumbras. De alguna manera se había ganado ciertas libertades como los lugares donde iba a cazar. Había escogido los sitios donde iban los suicidas en el camino. Los encontraba en los puentes, en los ríos o los árboles. Lo creían un espíritu que había llegado a recoger su alma y él se calzaba esa poética mentira, hundiendo sus dientes en ellos antes de que pudieran arrepentirse. Casi todos eran personas jóvenes, algunos incluso todavía niños. No podía darles un consejo, pero al menos sí asegurar que su muerte no fuera un panorama terrorífico para los viajantes. Algo debía decirse a sí mismo para no romperse, para consolarse. Fue Muzan quien le enseñó a crear esas figuras de ceniza para comunicarse y enseguida lo intentó con las hojas del gingko que le recordaban tanto a su hermano. Había pasado apenas un año, pero allá afuera parecía mucho más, en las líneas de la madurez agria de Yuichirou, en su no saber qué hacer más que seguir a quienes lo acogieron aunque no dejaba de sentir la necesidad de buscarlo, de volver al amanecer a la puerta de su hogar para encontrarlo. Tanjirou también estaba creciendo, lo veía forjarse en un hombre de fuego, en el soplo del sol que atrae instintivamente a las almas. Lo veía con una soledad autoimpuesta negarse a los inocentes aleteos de cierta mariposa. Agridulce, culpable porque él en algún momento incluso comenzó a buscar el tacto de Muzan por reflejo. Le estaba mintiendo a su corazón para poder sobrevivir. Para no volver a arrastrarse a sí mismo en esa espiral de indiferencia donde le podía dar igual dejar vivir o dejar morir a alguien. Podía enmascarar su tristeza de aquella sicalipsis  cada noche que una mano se colaba por su traje de primavera, podía sobrevivir con la sangre de esos suicidas. Sólo pedía verlos crecer, verlos salir del manto en el que se estaban congelando. 

Un pequeño error, un desliz como no mirar sobre su hombro antes de crear esas hojas de gingko para enviarlas a su hermano y Tanjirou, en su egoísmo de no ser olvidado. Kokushibou lo notó y lo único que lo detuvo de matarlo en ese momento fue saberlo el favorito de ese hombre. Sin embargo debía probar que no era un traidor. 

Narrar la masacre era innecesario, sus motivos ya habían sido expuestos. Y él sólo quería olvidarlo.

-Yo también voy a cuidar de ustedes- murmuró, acomodándose contra el pecho de Tanjirou cobijados por su haori, sintiendo la calidez de su sueño en su frente, abrazándolo contra él en un temor instintivo de sentirlo desvanecerse. Su hermano se quejó, removiéndose hasta quedar con su rostro abrigado por su espalda, retomando la tranquilidad al sentirlo cerca



Manzanas de plataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora