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Me paseo por la habitación que va a usar Sergio para explicarle el plan a nuestros compañeros. Llevamos semanas ahí, pero aún no me acostumbro a ese espacio que me ha encandilado y me urge reformar.

Sergio sigue colgando recortes de periódico en la pared. Tengo que acostumbrarme a llamarle por su nuevo alias: el Profesor. Aún no habíamos decidido cuáles serán los alias del resto, tal vez sean números, a lo mejor ciudades o animales. Miro de soslayo a Sergio, que mira la pizarra con los brazos cruzados, manteniendo la atención en la que tiene todas las papeletas de convertirse en la inspectora al mando del atraco: Raquel Murillo.

—¿Vas a utilizar la carta de la víctima de violencia de género o qué?—Sergio se coloca las gafas con nerviosismo y me mira. —Es rastrero pero efectivo.

—¿Y si no es Raquel?—lo hemos repasado mil veces, pero aún así le preocupa joder el plan.

—Sergio, va a ser ella, no pienses más en ello.—salgo de la sala y agarro mi chaqueta. Antes de seguir caminando por el pasillo, me detengo en el marco de la puerta y observo a Sergio.—Ya conoces el protocolo en caso de no ser ella.

—¿Tu hermana ha salido ya de España?—asiento. Astrid era la única persona ajena a nosotros que sabía algo del plan, ella ha sido una de las que más nos ha ayudado.

Al principio, Sergio, no estaba muy de acuerdo con que supiera el plan, pero mi hermana es demasiado lista y nos ha podido ayudar con algunas pequeñas fisuras. Al final Sergio le cogió cariño, a ella y a su hijo Alain y consiguió que sus amigos los escoltaran a algún lugar donde no pudieran encontrarla.

—Andrés estará...

—Sergio, sé dónde va a estar y que hay que hacer. No te preocupes.

Sergio asiente y se coloca las gafas de nuevo. Es su TOC, parece que no estuviera acostumbrado a llevar gafas después de toda una vida.

Salgo de la finca montada en la moto que nos dieron los ucranianos. Sin matrícula ni nada que pueda identificarla. Llevo un carnet falso en el que me llamo Lidia Sánchez.

Llego al lugar de reunión y dejo la moto tirada. Andrés está solo apoyado contra el capó del coche. No ha cambiado. Sigue vistiendo elegantes trajes italianos, sigue mostrándose igual de altanero y frío como cuando lo dejé en Florencia.

Nuestra despedida fue muy emotiva, verle a la mañana siguiente en mi celda me produjo dolor y vergüenza al mismo tiempo y me costó un tiempo asimilar lo que había pasado. Eso hizo cambiar algo en mí.

Andrés frunce el ceño y me mira de arriba a abajo. Sus labios forman una línea fina sobre su rostro, sabe que algo en mí es distinto pero aún no es capaz de descubrir el que.

—Te veo diferente, Regina.—nos damos dos besos y le sonrío.

—Sigo igual que siempre, Andrés.—él vuelve a mirarme de arriba a abajo. Ya no lleva alianza, parece que lo de Tatiana y él no ha durado. Me da pena y al mismo tiempo me alegra.

Ambos nos subimos al coche. Él conduce. Realizamos el trayecto en completo silencio, mirándonos el uno al otro, intentando descubrir si todo sigue igual o si algo ha perturbado la normalidad de nuestra relación.

—¿Cómo está Astrid?—pregunta Andrés al fin. No la conoce, tampoco he querido presentársela, pero es a la persona que más quiero en este mundo y no puedo evitar no hablar de ella.

—En paradero desconocido.—Andrés asiente y ambos miramos al frente. Trago saliva y vuelvo a mirarle.—Ha tenido un hijo. Se llama Alain.

—Pobre de su marido.—responde Andrés con una sonrisa ladeada.—Su cueva ya no va a ser la misma.

Hamilton | LA CASA DE PAPELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora