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Domingo 16:00
54 horas de atraco

—Disculpa, voy a dejar que termines con calma. No quiero ser yo quien perturbe tu intimidad.—Berlín cierra la puerta y nos mira con una sonrisa.

Preparo mi pistola, no la he soltado desde que Berlín ha empezado a abrir la puerta. Denver y yo nos miramos. Aquí va a liarse una muy gorda.

—Voy a hacerte una confesión, Denver. Cuando la vi ahí tirada, muerta, algo en mí se removió.—se acerca al espejo sin dejar de sonreír.—A veces me precipito. Oh, este carácter mio...

Doy dos pasos más hacia delante, Berlín se echa agua en la nuca y se lava la cara, un pequeño ritual que tiene antes de dejar sin huevos a alguien. Me coloco al lado de Denver, este me mira y hace una pequeña negación. Le prometí a su padre que lo protegería y lo voy a cumplir. 

—Claro que, esta, no deja de ser una situación incómoda y vamos a tener que solucionarla, pero ¿como?—Berlín empieza a pasear por el baño, aún ríe, está nervioso porque sabe que a la mínima yo saltaré.—En un lado de la balanza, Denver tiene que tener su castigo.

Oslo entra y se coloca en una esquina, detrás de Berlín, con el rifle en alto. Helsinki se coloca en la puerta, de aquí nadie saldrá vivo. 

—Me has desobedecido. Yo te pedí que la mataras, porque esa mujer había puesto en peligro el plan, nuestro plan, y tú la has salvado. Por no hablar del botón que, por tu torpeza ha puesto mi cara en los telediarios, los aeropuertos, las comisarías y, ahora sí, has roto definitivamente mi futuro.

Su futuro, ambos sabemos que no lo tiene, más bien que las posibilidades de tenerlo son tan pequeñas que no merece la pena contar con ellas, pero, inexplicablemente, se aferra a la idea de seguir con la vida, cuando en su propia boda se dio por muerto. 

Dos años antes del atraco a la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre. Florencia, Italia. 

Rara vez me ponía el vestido color champán que me había regalado mi madre por mi vigésimo cuarto cumpleaños, tampoco tuve ocasión de usarlo en el ejército ni tampoco tenía ganas de ser piropeada y víctima de muchos cumplidos de mis compañeros.  Y parece que la boda de Berlín es una gran ocasión. 

—Que guapa.—murmura el enorme hombre con bigote y pelo recogido en una pequeña coleta en la nuca, va con un traje gris, terrible, pero al menos combina con mi vestido. 

—No puedo decir lo mismo de ti, brat.—Brat, hermano en croata, hacía años que no lo veía, pero parece que el tiempo no pasa por nuestra relación porque seguimos actuando como hubiésemos crecido juntos, cosa que nunca ocurrió. 

Realmente no sé si es hijo de mi padre o de mi madre, ninguno de los tres habla al respecto, tampoco sé como se apellida ni como se llama realmente, cuando nos conocimos yo me presenté como Juliette, él como Danimir. Seguramente su nombre sea falso, porque cree el ladrón que son todos de su condición. 

Le agarro del brazo y ambos nos dirigimos al patio del monasterio, allí nos esperan Sergio, Andrés y el amigo fundidor de este. Martín se adelanta a nosotros y nos sonríe mientras baila, curioso, teniendo en cuenta que el amor de su vida está a punto de casarse con alguien que no es él.  

—¿Volverás a Iraq?—no respondo, él se detiene y me obliga a mirarle. —No...¿no?

—¿Tú qué crees?—el niega y seguimos caminando. 

La ceremonia es bastante rápida, cosa que agradezco. Me coloco entre Sergio y mi hermano y celebro, no con mucha alegría, la verdad, el enlace entre Andrés y Tatiana, rodeado por los monjes a modo de coro. Cuando termina la ceremonia, a Tatiana, se le ocurre hacer la tontería de lanzar el ramo. 

Hamilton | LA CASA DE PAPELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora