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Domingo 22:09
33 horas de atraco

El grito de Munch. Otro gran cuadro del que Sergio y yo estuvimos hablando horas ¿gritaba por miedo, angustia o dolor? ¿era un grito o una exclamación de sorpresa? Tal vez fuera una caricatura de esta última emoción, pero ambos coincidimos en que era la segunda mejor idea de máscara. La tercera fue el Quijote, hidalgo loco por las novelas de caballería, una burla al sistema. 

Yo hubiera elegido Van Gogh, ya que estamos hablando de locos, Van Gogh era el más loco de todos, un hombre que por pura locura y rebeldía, creó obras icónicas, pero que murió pobre y trascendió como el loco que se cortó la oreja. 

Y nosotros seremos los locos que entrarían a crear su propio dinero. Eso era lo importante: trascender. 

Sigo apuntando números y letras, con unas gafas horrorosas. Llevamos ciento setenta y cinco millones, Río, que me viene a traer la comida, me sonríe al otro lado del cristal. Levanta la chapa y yo le dibujo un corazón rojo. Río me lanza un beso, siempre soy la última de la ronda. Mete prisa al resto de rehenes para pasar más rato conmigo. 

Al ver que tarda salgo en su busca, le veo trasteando con la televisión, el único medio que nos queda en caso de no poder contactar con el Profesor. Me mira de lado y vuelve a sonreírme, antes de ponerse en pie y rodear mi cintura con sus brazos. 

—¿Alguna sugerencia?

—Mis padres no me dejaban ver La Sexta, eran demasiado de derechas.—Río asiente y pone la cadena que le he dicho. 

—Mis padres son obreros, así que siempre veíamos esto. —dice él mientras juega con mi placa. —Luego les pirateé la tele de pago pero no le hacían ni caso. 

Río. Él acaricia mi mejilla y me siento en una de las sillas, él se agacha, delante de mí y empieza a bajar la cremallera de mi mono, con lentitud y, según lo hace, voy acariciando su pelo ondulado. Oímos unos pasos, Río hace una mueca y yo me agacho para darle un rápido beso en la frente. 

—¿Qué hacéis?—pregunta Tokio. 

—Vamos a ver las noticias.—dictamina Río antes de encender la televisión. Salimos en todos los canales. 

A los pocos minutos se unen Oslo y Helsinki. Nos sentimos exultantes, riendo a carcajadas, viendo como todo el mundo habla de nosotros. Y entonces, entonces salen los padres de Río. 

—¡Coño, mis padres!—quiero que cambie de canal, nada bueno puede salir de esto, pero no lo hace. Tímido, mi niño tímido, renegado por sus padres. Su padre diciendo que reniega de su hijo, comparándolo con un talibán. 

Me pongo en pie y desenchufo la televisión, suspiro y miro a Río, al borde del llanto. 

—Dijo el Profesor que nada de noticias externas.—miro a los serbios y salen de ahí después de mi orden. Tokio intenta acariciar a Río, este sale, enfadado y ella quiere ir detrás, pero yo la detengo. —Déjalo solo, sigue trabajando. 

—Hamilton ¿no lo dirás enserio?

—Lo digo muy enserio, Tokio, quiero que dejes a Río solo y te pongas a hacer tu trabajo ¿te pido demasiado?

—No, ahora vuelvo a mi puesto.—responde ella entre dientes. Sale de la habitación y se va con los rehenes.

Yo vuelvo a mi cubículo y sigo con las tiradas de billetes. El señor Torres me trae otras series de números y países, selecciono unos cuantos y las tiradas siguen. La cantidad va creciendo. Berlín se va a su despacho, el que tiene enfrente de mi cubículo. Tiene dos, el de Arturito y este, en ese se pincha la medicina que va retrasando su enfermedad. Siempre a escondidas, con las cortinillas bajadas. 

Hamilton | LA CASA DE PAPELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora