Capítulo 3

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La calidez del otro cuerpo, el sonido de las manos rebuscando entre las palomitas y ligeros sorbos a la soda, movimientos leves y lentos que le hacían respingar en su lugar.

Estaba nervioso.

Tremendamente incómodo también.

Pero agradecía sentir la presencia de la chica a su lado. El cabello azul, suelto, justo como recordaba que lo usaba antes de segundo año (donde uso una coleta baja) y de tercero (sus características coletas altas), le hacía querer girar a verla con morbo.

Los rasgos no habían cambiado mucho, si al caso, sus labios eran más finos, y las pestañas más cortas, las cejas estaban mejor delineadas y su piel estaba más limpia. Suponía que su madre había hecho una dieta estricta para conservar la figura y el rostro de su adorada hija.

Por otro lado, y para alejar los pensamientos impuros de su mente, llamarle Shiota era horrible, era como presenciar una lejanía constante y ajena que le hacía temblar en su lugar. No le hacía sentir mejor tampoco.

Suponía que era eso a lo que le tenía miedo.

No como la historia de Koro o de Kaede, aterradores por el dolor, la perdida de la mente, el constante murmullo de que deben asesinar o ser asesinados, el ser ajenos hasta ellos mismos, no era un terror de perder humanidad (ellos habían demostrado que seguían poseyéndola, pero de una forma siniestra y delirante) sino del abandono.

Nagisa lo sabía.

Su Nagisa lo sabía.

El terror que sentía cuando sus padres no estaban cerca cuando era apenas un niño, y las tormentas resonaban tras las ventanas, o la oscuridad se ceñía sobre su cuerpo y las mantas eran un escudo insuficiente que cualquier monstruo podría romper, desquebrajar, quitar.

El terror de no tener la seguridad de que habría una mano, un lugar entre dos cuerpos cálidos, unos padres que te abrazasen hasta hacer desaparecer a los monstruos con su seguridad, con su amor y su cariño impregnados en ese pequeño espacio que le dejaban para acobijarse con ellos.

Y Nagisa no había llorado cuando se lo contó. Nagisa le sonrió, le dio la mano, y le dio ese lugar cálido y seguro sin necesidad de palabras, por supuesto que él ya no tenía miedo a la oscuridad, ni a los monstruos que se ocultaban en el armario o bajo la cama, él le temía más bien a los monstruos que gritaban en su cabeza, y estar con Nagisa, que los callaba, era tan maravilloso que había veces en las que no había necesidad de palabras.

Le aterraba, horriblemente, haberlo perdido para siempre.

Porque, sabía, tenía esa extraña seguridad angustiante, de que Nagisa no lo había abandonado (él se había ido, de alguna forma), pero en su interior sentía como si alguien más, alguien aún más importante que sus padres, le hubiese dado la espalda y se marchase con las maletas llenas de recuerdos, y una mochila sin despedidas.

Los pensamientos arremolinados sobre su cabeza casi le cortan el aliento.

Nagisa rió.

Probablemente por una escena divertida en la película.

Y aquello le tranquilizó el alma, le hizo respirar suavemente y sintió una calidez envolver su estómago y sus mejillas, jugó con su cabello para ocultar el hecho de que estaba sonriendo estúpidamente.

No era su Nagisa.

Pero eran tremendamente parecidos el uno al otro, se suponía que eran la misma persona.

Él... podía darle una oportunidad, ¿verdad?

A que las cosas saliesen bien. Aun si fuese una chica, aunque ambas lo fueran, no quería perder otra oportunidad. No quería volver a sentirse así, con el miedo de perderle. Y era Nagisa. Era a él (ella, el, ¿ella?) a quien no quería perder por nada en el mundo.

¿A Quién Le Importa El Corazón? [TERMINADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora