Capítulo 8

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El césped del jardín trasero de la casa estaba siendo cortado por dos hombres

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El césped del jardín trasero de la casa estaba siendo cortado por dos hombres.
Dos hombres que si me encontraba así en mi vida y no estuvieran relacionados con mi sangre, me hubiera tirado sin remordimiento alguno.

La imagen era digna de apreciar: Caleb tenía puesto en la cabeza una gorra de beisbol del equipo local. No llevaba camiseta alguna que cubriera su torso, que curiosamente cargaba con vello. Lo hacía ver maduro y natural.
Usaba unos shorts del mismo equipo que el de la gorra con unas crocs azules. Su piel estaba brillosa y radiante a causa del calor y del sudor. Manejando a la máquina sin problemas.

Cole se veía aún más ardiente que el mayor.

Tampoco tenía alguna prenda que tapara su torso. Era la primera vez que lo veía así, sin nada que cubriera la parte superior de su cuerpo.

Su precioso cuerpo.

Sus músculos eran grandes, eso sí lo había notado desde el minuto uno. Sus pectorales estaban bien marcados al igual que sus perfectos abdominales. Ni un gramo de grasa colgaba de su piel. Estaba en buen estado. Demasiado.
Su color tostado hacía que sus tatuajes relucieran de manera feroz y poderosa. Su cabello lucía salvaje al estar desenredado y revuelto para cualquier dirección.
Las pecas también sobresalían de su cuerpo, como si esperaran que alguien las tocara.
Y las gotas de transpiración no hacían más que ayudar a verlo jodidamente sexy.

Hasta su nuez de adán resaltaba.

Los rayos de sol les pegaban en la cara a ambos. Pero a él —a pesar de que la luz lo molestara— lo hacían verse genial.
Sus ojos se volvían más claros pero a la vez sus pupilas se dilataban e iluminaban con un brillo perturbador y sombrío.
En la parte de abajo sólo poseía sus famosos pantalones de chandal de los que no se despegaba ni un segundo una vez que llegaba a casa.

A veces pensaba que no tenía otro par.

Él, a diferencia de su hermano, luchaba contra la máquina de jardinería y era evidente por su expresión facial. Ceño fruncido, mandíbula tensa y pecho inflado. Sumándole a esto los pequeños golpecitos que le daba con el pie para que anduviera.

Pero eso no fue lo único que me llamó la atención, aunque debía admitir que fue lo que más me impactó.
A mi izquierda, en la mesa que yacía en la esquina, estaban cómodamente charlando mi madre, Sierra y Varya.
Mientras mi padre cocinaba unas hamburguesas en la parrilla.

—¡Buenos días, Brooke!—Saludó mi madre desde la mesa, alzando su mano y sacudiéndola para que me uniera a ellas.

Me daba un poco de vergüenza.

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