Me condujo a una habitación que identificó como el despacho de Carlisle. Se detuvo delante de la puerta durante unos instantes.
—Adelante —nos invitó la voz de Carlisle.
Jasper abrió la puerta de acceso a una sala de techos altos con vigas de madera y de grandes ventanales orientados hacia el oeste. Las paredes también estaban revestidas con paneles de madera más oscura que la del vestíbulo, allí donde ésta se podía ver, ya que unas estanterías, que llegaban por encima de mi cabeza, ocupaban la mayor parte de la superficie. Contenían más libros de los que jamás había visto fuera de una biblioteca.
Carlisle se sentaba en un sillón de cuero detrás del enorme escritorio de caoba. Acababa de poner un marcador entre las páginas del libro que sostenía en las manos. El despacho era idéntico a como yo imaginaba que sería el de un decano de la facultad, sólo que Carlisle parecía demasiado joven para encajar en el papel.
— ¿Qué puedo hacer por vosotros? —nos preguntó con tono agradable mientras se levantaba del sillón.
—Quería enseñar a Enya un poco de nuestra historia —contestó Jasper—. Algo que no esté condicionado por la memoria de la tribu enemiga.
Me reí ante su insinuación.
—No pretendíamos molestarte —me disculpé de antemano.
—En absoluto. ¿Por dónde vais a comenzar?
—Por los cuadros —contestó mientras me ponía cogía la mano con suavidad y me hacía girar para mirar hacia la puerta por la que acabábamos de entrar.
Cada vez que me tocaba, incluso aunque fuera por casualidad, mi corazón reaccionaba de forma audible. Resultaba de lo más embarazoso en presencia de Carlisle.
La pared hacia la que nos habíamos vuelto era diferente de las demás, ya que estaba repleta de cuadros enmarcados de todos los tamaños y colores —unos muy vivos y otros de apagados monocromos— en lugar de estanterías. Busqué un motivo oculto común que diera coherencia a la colección, pero no encontré nada después de mi apresurado examen.
Me arrastró hacia el otro lado, a la izquierda, y me dejó delante de un pequeño óleo con un sencillo marco de madera. No figuraba entre los más grandes ni los más destacados. Pintado con diferentes tonos de sepia, representaba la miniatura de una ciudad de tejados muy inclinados con finas agujas en lo alto de algunas torres diseminadas. Un río muy caudaloso —lo cruzaba un puente cubierto por estructuras similares a minúsculas catedrales — dominaba el primer plano.
—Londres hacia 1650 —comentó.
—El Londres de mi juventud —añadió Carlisle a medio metro detrás de nosotros. Me estremecí, aun no me acostumbraba a su extremo sigilo. Jasper me apretó la mano.
— ¿Le vas a contar la historia? —inquirió Edward, que nos observaba apoyado desde el marco de la puerta.
—Lo haría —replicó—, pero de hecho llego tarde. Han telefoneado del hospital esta mañana. El doctor Snow se ha tomado un día de permiso. Además, te conoces la historia tan bien como yo —añadió, dirigiendo a Edward una gran sonrisa.
Resultaba difícil asimilar una combinación tan extraña: las preocupaciones del día a día de un médico de pueblo en mitad de una conversación sobre sus primeros días en el Londres del siglo XVII.
Carlisle abandonó la estancia después de destinarme una cálida sonrisa. Me quedé mirando el pequeño cuadro de la ciudad natal de Carlisle durante un buen rato. Finalmente, volví los ojos hacia Edward, que estaba observándome, y no hubo necesidad de preguntar, solo pensé: