Capítulo 40: El abogado flamenco y las cartas sobre la mesa.

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Miro nerviosa la puerta del Juzgado.

Ha llegado el día de hacer algo.

Sinceramente, no sé qué estoy haciendo.

Ha preguntado y, al parecer, me darán un abogado de oficio si no puedo permitirme uno, cosa que... es obvia.

Entro con más miedo del que he tenido en mi vida, y la amable señorita de la entrada me hace el favor de señalarme adónde me tengo que dirigir para pedir un abogado de pobres.

Después de pasar por un enorme detector de metales (¿por qué siempre me pongo nerviosa cuando paso por estos bichos?¡si sé que no llevo nada!), voy hasta el final de un pasillo pintado de un ocre tristísimo.

Llamo a la puerta que me han señalado y espero a que me abran.

- Soy Diana Díaz, tenía una cita a las nueve.- digo según sale una mujer del despacho.

- Pase.

Estoy hablando muy deprisa.

Sí.

Muy, muy, deprisa.

Hay una mesa enorme, llena de papeles y carpetas amarillas, un sillón de cuero falso en un lado, hacia donde mira una pantalla de ordenador, y un par de sillas baratuchas al otro lado.

Me siento en una de esas mientras la mujer da la vuelta y se deja caer en su asiento.

- ¿Me puede facilitar la notificación que le enviaron?

Le tiendo rápidamente la carta que lleva guardada en la cocina dos semanas.

Pone la larga uña pintada de rojo sobre el larguísimo número de expediente y lo sigue mientras escribe con la mano libre.

Espero, en silencio, con las manos sobre los muslos.

Veo cómo la frente de la funcionaria se va frunciendo cada vez más.

- Venía a solicitar un abogado de oficio, ¿verdad?

Asiento con la cabeza, pero no me está mirando, así que lo digo en alto:

- Sí.

Me siento gilipollas, de verdad.

Su gesto es de desconcierto total.

Ay, Dios mío, que algo va MUY mal.

Me han condenado ya.

Ahora mismo va a dar a alguna alarma silenciosa y me van a detener.

¡Y a la cárcel de cabeza!

Y sin poder dejarle comida a Simon.

Me dejarán hacer una llamada, ¿no?

Como en las pelis.

- Pero, Señorita Díaz...

¡Ahí viene!

La condena.

- ¿Sí?- pregunto con un hilo de voz.

Por fin, me clava la mirada bajo las enormes gafas de montura dorada (por dios, pero ¿en qué década vive esta gente?).

- Usted ya tiene un abogado.

Espero que siga y continúe el chiste, pero se queda callada.

- ¿Perdón?- digo al cabo de un rato de silencio.

- Que usted ya tiene un abogado inscrito en el procedimiento, Señorita Díaz, y, por lo que sé, es uno... muy bueno.

- Pero, pero, pero... no puede ser, yo no he contratado a nadie.

Asquerosamente adulta: la reina de la mala suerte.©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora