Espinas y fantasmas

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[Hace muchos años, 19??]

Era un día como cualquier otro para doña Angelina —Angie para sus amistades—, en el que se disponía a bajar las largas escaleras de aquella mansión señorial, vecina de la Carretera Sur sobre la que está situada prácticamente a sus orillas, a una distancia no superior a los cinco metros. Bajó cada peldaño con sumo cuidado, pues su cuerpo ya no era el de una joven señorita, los años pesaban y sus articulaciones le exigían caminar con precaución, sobre todo ante aquella «jodida» escalera que le parecía cada vez más extensa, y que en una lamentable ocasión fue motivo de sobresalto cuando su esposo Harold (que en paz descanse) tropezó al doblarse el pie derecho, y dio tres, cuatro o cinco volteretas con aterrizaje forzoso. Fueron meses de intensa recuperación, pero como para casi todo en la vida; una buena fortuna y solvencia económica, habían sido claves en resolver el asunto, contratando las mejores atenciones médicas (excelentes doctores y fisioterapeutas). A pesar de haberse fracturado la espalda, don Harold pudo volver a caminar y murió un quinquenio después, a sus setenta años, producto de la inmisericorde malaria, en razón de los interminables batallones de zancudos que acampaban en la zona.

Mientras descendía, paso a paso, con movimientos metódicos, propios de una rutina que ha sido ensayada una y mil veces, pensando en su recientemente difunto esposo, Angie sintió cómo un atronador rayo de dolor impactaba contra su cabeza, poco o nada de tiempo tuvo para reaccionar y percibir el macabro suceso. Por la espalda, un hombre le acababa de asestar un golpe mortal con un bate, a una velocidad fulminante, que en unos segundos había hecho rodar a la anciana dando múltiples vueltas antes de tumbarse al fondo de las lúgubres gradas, ahora salpicadas de rojo. ¿Verían sus ojos en un último instante al asesino quien yacía de pie varios escalones arriba? ¿Reconocería el rostro de su hijo? No lo sabremos, pero de acuerdo a los reportes policiales, el cráneo estaba destrozado por la violencia del impacto. En poco tiempo se generó un charco escarlata, en el que se reflejaba la silueta de aquel parricida: Harold —mismo nombre que su padre—, quien muy pronto se entregó a la tarea de tirar el cadáver al escondrijo más remoto de toda la mansión: un pozo. Así inicia la leyenda de la famosa casa embrujada, Quinta Angelina, hogar de terribles acontecimientos y tragedias, cubierta entre las neblinas de la fría y desolada Carretera Sur. El espectro que ahí ronda, ¿algún día encontrará paz? ¿Qué motivó a Harold a asesinar a su propia madre?

[2020]

Es sábado y desde muy temprano en la mañana, Hugo se prepara para el mismo desafío que suponen todos sus fines de semana: el ciclismo. Desde hace tiempo dedica sus ratos libres a la práctica de este deporte, que le provee de una inmensa sensación de libertad, aunque solo sea por momentos. Le fascina sentir el viento en la cara, admirar un bello paisaje y, sobre todo, apresurar su corazón con cada subida u obstáculo que el camino ofrezca. Es un adicto a la velocidad y hoy planea precisamente, una gira que promete mucha adrenalina. Subirá por la Carretera Sur, aproximadamente diez kilómetros hasta llegar a El Crucero, destino que se erige a 900 y tantos metros de altitud. Está muy consciente de que en el trayecto deberá pasar a orillas de «aquel lugar», e incluso concibe aparcarse algunos minutos para tomar fotos —otro de sus pasatiempos— en lo que augura ser un excelente sitio para capturar una intrigante escena, adherida a sus décadas de espanto.

Comienza el ascenso tomando un ritmo bastante suave, ya que el cuerpo debe calentar, y asimilar el esfuerzo que le será exigido por los siguientes kilómetros que incluyen inclinaciones del 9% (un porcentaje alto en cuanto a lo que las pendientes de carretera conciernen). Pedalea suave, y progresivamente va acomodando su ritmo, en exiguos minutos comienza a sudar pequeñas gotas que advierten de una aceleración en la frecuencia cardíaca. Pasados los veinte minutos, aprieta el paso, necesita entrenarse y decide presionar más. La cadencia aumenta y ya no son diminutas gotas las que caen por su frente, sino ríos de sudor que se desbordan. Su corazón va desbocado y los pulmones trabajan a toda marcha para inyectar oxígeno a la maquinaria humana.

Hugo R. se va exigiendo y lo sabe, puede sentir como cada fibra de su cuerpo está soportando la tensión provocada por la furibunda velocidad que acarrea mientras cada metro es batallado contra la serpenteante carretera. Luego de algunos kilómetros recorridos, finalmente se acerca al lugar, en este punto, se alegra de que las fotos le sirvan de «excusa» para detenerse unos minutos, puesto que hace rato que el cuerpo le pide al piloto que deje de pisar el acelerador; las alarmas están encendidas y chillando, en forma de dolor. Pero un ciclista como Hugo, hasta cierto punto, ya se ha acostumbrado a la sensación de sufrimiento y con terquedad la resiste mientras continúa sin detenerse. Ahora, su corazón que pareciera estar a punto de escapar de la caja torácica, se relaja y se regocija ante el momentáneo repliegue, pues acaba de llegar al paraje exacto.

Tras unos segundos detenido, el ciclista cruza la carretera (hacia la izquierda) y se encuentra ante un predio vacío, inundado por el verde follaje que se apropia de cualquier lugar abandonado a su suerte, sin que exista algún resquicio o indicio de actividad humana. Allí solía encontrarse la fantasmal Quinta Angelina, que ahora tras décadas de sustos ante sus numerosos habitantes dentro de los que se incluyeron personajes célebres como diplomáticos, no ha sido más que reducida a la inexistencia. No hay vigas ni ningún signo aparente de que en otros días allí se estableciera una suntuosa propiedad de dos plantas, con vista a la carretera de un lado, y el abismo por detrás, debido a la irregularidad del terreno, algo bastante característico por esos lares.

Trastabillando entre el espeso monte, Hugo avanza con su fiel bicicleta al lado, apartando la maleza que se enreda neciamente a los pies. Justo ahí, donde sucedió la tragedia, ha decidido detenerse para que su lente capture la magia o en este caso, el desencanto característico de la escena. Por momentos se pregunta si dejando de existir el objeto que supondría la actividad espectral, queda algún residuo en el área, pero luego se dice: «absurdo, hay que temer más a los vivos que a los muertos». No tiene un ápice de terror por el terreno, cuya leyenda no le proporciona más que curiosidad. Así es, está ahí por una bizarra y morbosa curiosidad que le empuja a pasearse por lo que en el pasado fuese el origen de tantas historias.

Aprovechando la maleza, apoya la bicicleta con ayuda de unas ramas cortas y ligeramente gruesas, de tal forma que el aparato de dos ruedas pareciera estar de pie en una postura extraña y contradictoria hacia las leyes de la naturaleza. La máquina de metal, se mantiene erguida sin ladear a la izquierda o la derecha, está firme, como si tuviera vida propia o algún fantasma la sostuviera (las ramas están ocultas). Enseguida toma varias fotos desde distintos ángulos. Luego las revisa y considerando que hay material suficiente—en cuanto a cantidad y calidad—, se decide a partir. «Nada extraño pasó, absolutamente nada». Eso piensa Hugo, ya montado en su leal compañera al lado de la carretera cuando de repente se percata que definitivamente se ha producido un acontecimiento; tiene las piernas repletas de espinas, desde los zapatos hasta la cadera, en cantidades abundantes, tanto así que intenta quitárselas, pero se desespera al caer en cuenta que eso tomará más de quince minutos. No son espinas punzantes, más bien se adhieren a su ropa y si acaso, llegan como máximo a generar una leve molestia.

Como el corredor no quiere perder más tiempo, tomando en consideración que todavía faltan algunos kilómetros hasta la cima, parte con todo y las púas que le dan la extraña apariencia de un semi puercoespín, no sin antes reflexionar que a pesar de que, en aquella desolada tierra, ya no hay susurros de ningún muerto, sí que se llevó una sorpresa. «Coincidencias», se dice y continúa con su silencioso pedaleo por el asfalto. 

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