Un hijo muere

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[Parte 1]

El espacio en el que se encuentran (hay algunas caras conocidas, otras no) escapa al ignominioso bochorno del calor. Parece que, por un momento, el aire acondicionado se ha impuesto por sobre el todopoderoso clima tropical, que ve desafiada su omnipresencia. El salón de paredes blancas tiene por nombre «A2», nomenclatura asignada por las autoridades universitarias, por lo que se puede observar al lado de la puerta de entrada, un pequeño rótulo con la letra A, seguida de un guion y el número dos. Allí están reunidos numerosos jóvenes, tal vez quince, en una posición similar a la de una mesa redonda, formando las sillas un cordón circular. En el centro se encuentra una señora mayor, de pelo amarillo (teñido) y corto; se trata de la docente Esperanza.

Como en cualquier inicio de cuatrimestre, la profesora hace la obligatoria pregunta de cajón, que siempre se formula en el primer día de clases:

— Por favor, quisiera que todos digan sus nombres, y expresen la razón que los motivó a inscribir este curso sobre sexualidad.

A continuación, se vierte una repetición de comentarios enlatados —aunque los alumnos provengan de diversas carreras—, en la que todos estipulan más o menos las mismas motivaciones; «Deseo aprender sobre el tema porque me parece interesante», «Siempre me llamó la atención», «Es una clase que desde hacía tiempo deseaba estudiar por su temática». Es un desfile en honor a la hipocresía, una orgía de explicaciones obtusas hasta que sorpresivamente, le llega el turno a Hugo Ramírez, quien sin pena afirma:

—Yo solo tomé esta materia porque es fácil, y su horario me salía bien.

Neciamente franco, y dispuesto a dejar ver sin mayor preámbulo, que él como todos los presentes solo estaba inscrito por tratarse de un área fácil que no le tomaría mucho esfuerzo aprobar con excelentes calificaciones, se deja exponer sin ningún intento de camuflar lo que en realidad piensa. Todos ponderaban los mismos maquiavélicos cálculos: «Conviene elegir algo que no presente dificultades para llevar como electiva». Pero nadie se había atrevido a escupir la verdad.

—Bueno— dijo Esperanza, casi con amargura y un semblante un tanto torcido—. Tal vez esta clase no vaya a ser tan sencilla como usted piensa. Cuidado.

Poco sabía entonces Ramírez que, por circunstancias de la vida, no terminaría aprobando con cien, una electiva que a priori, resultaba tan sencilla como degustar un postre, uno suave que no maltratase la dentadura y que, en cualquier caso, no requiriese mucho trabajo engullir. Y todo por la muerte de un hijo, por la terrible y lúgubre perdida de quien debía estar a su cargo por el lapso de una semana.

—Continuemos— prosiguió la docente Esperanza—. ¿Y usted, qué lo motivó a llevar esta clase?

—Pues... En realidad, lo mismo que a él— respondió un estudiante que señaló a Hugo.

Tras el acto de sinceridad inicial, parecía producirse un efecto dominó en otros, que se habían visto impulsados a dejar las mascaradas por lo que José simplemente ratificó lo anteriormente dicho por su compañero.

—¿Cómo que lo mismo? ¿Acaso los dos piensan igual? ¿No tiene criterio propio? — disparó como metralleta la veterana docente.

El muchacho con una simpleza profunda, expuso que él también valoraba el horario, pues en apego a la verdad, este era muy bueno; las reuniones en la «A2» solo se producirían una vez a la semana. Curiosamente, actos de sinceridad y transparencia parecían haber causado un poco de molestia en la profesora. En este mundo, a veces la hipocresía y las opiniones enlatadas son objeto de alta demanda. Las personas no se acostumbran a escuchar lo que de verdad piensan y sienten los otros. De alguna manera acontece que el ser humano va modificándose en virtud de limar asperezas con otros, lo que en parte permite la cohabitación, pero al mismo tiempo hace a los individuos menos vibrantes y genuinos. De tal forma que las opiniones contrarias o no tan amigables, deben de ser calladas, aunque cuenten con el valioso elemento de lo verídico. Las verdades tienen un increíble poder para generar desagrado en los demás. Esto lo comprobó Hugo en aquella escena, que recordaría más adelante, ante repentinos y trágicos eventos.

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