Enemigas por amor

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Cuando Diana conoció a María, en las aulas de la Universidad Centroamericana, nunca imaginó que después de ser amigas, se transformarían en acérrimas rivales o enemigas, y peor aún, por amor. En toda su vida Diana, una muchacha alegre y extremadamente amistosa, no había tenido tiempo para cultivar rencillas. Ella se preocupaba por ser espontánea y aventurera, sin tomar en cuenta las opiniones de terceros. No le interesaba que a veces su personalidad —bastante única— no encajase con el rebaño.

A Diana le fascinaban una serie de pasatiempos impresionantes; amaba el baile y las peleas. Normalmente, era una persona de lo más gentil y educada, pero al momento de colocarse su uniforme y enfrentar a otra chica, en el campo de las artes marciales, de pronto se transformaba en una verdadera amazona, o si se quiere, una valquiria. En su historial, ya contaba con numerosas victorias y trofeos. Sin embargo, fuera de la arena de combate, nunca deseaba envolverse en pleitos con otros. Más bien era una mariposa risueña, un rayito de esperanza en el horizonte, o el sol al amanecer, que despeja las oscuridades. Así era ella, hasta que su camino, sufrió un aparatoso choque con el de María.

Diana y María se conocieron, en el mismo grupo de primer año (psicología). A diferencia de la primera, María era mayor pues estaba cursando su segunda profesión, anteriormente había elegido alguna ingeniería, que poco o nada tenía en común con su nueva carrera. Evidentemente, entre las dos pesaba cierta diferencia en cuanto a edad, pero a decir verdad, María no se miraba muy mayor, tal vez fuese que estuviese bendecida con una afortunada herencia genética que le hiciese verse algunos años más joven. En todo caso, María tenía el cuerpo de una muchacha en sus años mozos, pues era delgada, incluso tal vez un poco más que Diana, quien entrenaba constantemente el lanzar patadas al aire por lo que había desarrollado una figura con piernas de mayor grosor.

La relación entre las dos señoritas, siempre había sido cordial. De hecho, cuando los docentes organizaban trabajos en grupo, solían juntarse para colaborar. Se llevaban tan bien, que no era nada extraño el observar sus reuniones en diversos espacios del campus, en los que, como un equipo de porristas, se daban palabras de apoyo y practicaban, con todos los integrantes, el contenido de las exposiciones. Ya sea en alguna mesa redonda frente a los edificios etiquetados como «C», o en algún espacio de la segunda planta de la biblioteca, que disponía de mesas grupales.

La vida da vueltas, y todo lo anteriormente descrito estaba por cambiar, con la abrupta aparición de un nuevo personaje sobre el tablero, quien tenía por nombre Luis. Él, enigmático y curioso, se configuró como la manzana de la discordia, en carne y hueso. Acababa de llegar a la Universidad Centroamericana, proveniente de otra institución de educación superior jesuita (la Universidad Católica Andrés Bello, UCAB), establecida en Caracas.

Era venezolano, y como tantos inmigrantes, simplemente buscaba un nuevo inicio en algún espacio lejano a su apocalíptica tierra, devastada por el dichoso socialismo del siglo XXI, que había transformado el terruño del legendario Simón Bolívar en un basurero humano, controlado por una caterva de delincuentes.

Luis, un personaje con un pasado oscuro y que tal vez buscaba escapar de la miseria rampante, había conseguido aplacar la mala fortuna, aunque sea momentáneamente con un intercambio estudiantil; podría pasar un año en las aulas de la universidad dónde Diana y María asistían a clases. Al principio era un extranjero un tanto perdido, sin saber a quién recurrir. Circulaba solitario por el campus cuando el azar comenzó a tirar las cartas y en una de ellas, conoció a Anderson, apodado en la UCA como Winnie pooh, gracias a su figura redonda y rechoncha.

Winnie pooh, era de esas personas extremadamente sociales, se hacía amigo de todos con absurda facilidad. Siempre buscaba cómo tranzar nuevas amistades, incluso saludando a desconocidos en alguna banca, sin que existiese un motivo. Así, había cosechado lazos con una innumerable cantidad de estudiantes, de las más diversas carreras, y así fue que se hizo amigo de Luis, aquel joven que meditaba, viendo al vacío, sentado en una banca, frente a una serie de fuentes, dispuestas casi en el centro del campus. Tal vez estaría pensando en su país y su sufrida gente, nostálgico, cuando fue interrumpido por el buen humor de Anderson, quien comentó que la red de internet de la universidad andaba mal. De allí, una cosa llevó a la otra y pronto Luis supo que aquel amistoso joven hacía años, había visitado su país, y curiosamente, no había conocido a alguien que fuese amable. Ahora, Luis limpiaba el nombre de su gente, actuando con tacto con aquel afable extraño.

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