Morirse por cuatro pesos

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Existen tantas macabras formas de morir, sin embargo, pocas tendrán un precio tan barato como el que concierne a esta bizarra historia. ¿Puede la muerte ostentar un valor monetario? ¿Puede ser uno módico?

La acción toma lugar en Linda Vista, una creciente área urbana dentro de la capital. Originalmente, constituida por zonas residenciales (hace treinta años), desde la última década se observan numerosos cambios a favor del comercio. Los hogares, dan lugar a pequeños negocios, que crecen y terminan dando un aire a mercado, antes que a ciudad.

Pequeñas ferreterías, laboratorios para exámenes médicos, casinos de poca monta, panaderías, farmacias, y un sinfín de puestos, pululan entre las viviendas. Nuestra historia, sigue el hilo de un local en particular, se trata de la pequeña tienda de abarrotes de don Alfonso y su esposa, María del Socorro, mayoritariamente conocida como doña Coco.

Ambos bien entrados en su sexta década de existencia, sobreviven gracias a esta pequeña tiendita, en la que atienden a numerosos habitantes y vecinos de Linda Vista en sus deseos de comprar rápidamente una variedad de productos: saldo para los celulares -los jóvenes siempre necesitan estar conectados a los servicios de internet-, productos alimenticios básicos (panes, bebidas, golosinas, entre otros) además de objetos dirigidos a la higiene corporal (cremas, shampoo, jabones, solo por nombrar algunos). No pensaron mucho ni gastaron mil neuronas en el nombre del lugar: "La tiendita".

Usualmente, quien recibía a los clientes era doña Coco. En estricto rigor era verdaderamente la comandante del lugar, mientras que su esposo Alfonso, actuaba como alguna especie de lugarteniente, dispuesto a seguir las órdenes de arriba. Doña Coco, hacía especial hincapié en un estricto control de las cuentas, pues vivía regañando y desconfiando de su pareja: "Si dejara esto a cargo de mi inútil marido, en un mes los números pasarían a estar en rojo", decía mientras imaginaba a don Alfonso, vendiendo productos por debajo del precio real, confundiendo billetes y anotando mal las cuentas de los fiadores, que ella jamás atendería. "Malditos rufianes, en mi vida dejaré escapar un préstamo, a esa gente vividora, ratera, sin vergüenza, que incluso manda a sus hijos a pedir" razonaba, e incluía en sus conclusiones: "Como si no supiera que nunca van a pagar, pero a mí no me verán la cara de estúpida, como al tonto de Al".

Dispuestas, así las cosas, doña Coco era una celosa guardiana de La tiendita, motivo que explicaba por qué su negocio había operado durante tantas décadas, y todavía seguía a flote, a pesar de las constantes crisis del país, y de las habladurías de la población, que la tildaba de vieja amargada, absolutamente tacaña y de mano dura. A ella nada de eso le importaba: "Yo no como ni respiro lo que piense la gente envidiosa, prestamista y arribista". Su larga letanía incluía el dicho: "Les das la mano y se te quieren agarrar del codo". Si hubiera nacido en años más actuales, tal vez se habría tatuado ese refrán en la espalda.

Un viernes, que no era trece, pero sí trágico, se encontraba doña Coco almorzando gallopinto, plátano cocido y frijoles, junto con un mar de arroz. «Jodidos carbohidratos», pensaba la señora mayor, mientras agregaba una rebanada de pan a su almuerzo: «Son ricos y condenadamente buenos para engordar». A su lado, almorzaba Alfonso, quien parecía un zombie, atento única y exclusivamente a la televisión, en la que el noticiero del mediodía bombardeaba con imágenes de accidentes vehiculares, asesinatos y robos callejeros, en una amalgama de cuerpos mutilados, sangrantes y golpeados. Definitivamente, el amarillismo vendía. La reportera de turno -que bien podría trabajar como modelo también-, se vio interrumpida sorpresivamente por una voz chillona:

—¡Bueeeenas!

Si había algo que repugnaba e incendiaba el espíritu de doña Coco, era ser molestada mientras comía. Por alguna extraña razón o malicia, muchos clientes parecían conspirar para acudir a mediodía a comprar algún refresco o cualquier cosa, con tal de fastidiar, con necia constancia. Antes de que su esposa se levantase, transformada en una furia, don Alfonso salió de su letargo en el que observaba fijamente a la comunicadora de Acción 9 cuyo escote parecía estar presto a reventar en cualquier momento. «Los hombres somos estúpidos y los ratings lo demuestran», sopesaba el señor.

—Yo voy Coquito. No te muevas.

—Bueno —respondió a secas, en un español casi ininteligible, mientras masticaba. Sus ojos comenzaban a brillar, con cierta molestia.

Luego de diez minutos, don Alfonso regresaba al comedor tras vender una Coca Cola de dos litros. Sin problemas, esta gaseosa hubiera podido ser catalogada como la nueva bebida nacional, y esto no daría pie a ninguna oposición. Los ciudadanos la bebían con una intensidad que ya rayaba en la adicción, y muy por encima de brebajes típicos -y milenarios- como el tiste o el cacao. Parecía que las tradiciones estaban destinadas al abandono.

—¿Cuánto te dieron de vuelto? —preguntó doña Coco, en su tono inquisidor. Agregó:

—Recuerda que ya le subimos el precio a las gaseosas.

Su esposo, que no era muy dado a las matemáticas, quedó viendo al vacío mientras hacía cuentas, y dijo como quien sabe que cometió un error, pero uno pequeño:

—Rayos, se me olvidó. Le he dado cuatro pesos de más. Ni modo.

No había terminado de hablar, cuando doña Coco -sufrida una metamorfosis- se levantaba del comedor, y con un bocado de plátano en la boca, corría a la calle, desesperada. Ya en la entrada de La tiendita, vociferó a todo pulmón, sin siquiera haber masticado:

—Oigaaaaaa, regreseeeee, ¡faltan cuatro pesos!

Don Alfonso quiso calmar a su esposa, dando por irrelevante que valiese la pena gritar en la calle, sin siquiera terminar de comer, por unos miserables cuatro pesos, pero sabía que su esposa no se quedaría de brazos cruzados. Aunque de repente notó que ella se callaba, y hacía muecas.

—¿Estás bien? ¿Qué te pasa Coquito?

A la señora se le había atorado en forma horizontal, un gran trozo de plátano, que le impedía respirar, por lo que estaba presentando un caso de asfixia. Lo que pasó después, fue una mezcla de ineptitud con mala suerte. Alfonso no supo qué hacer, ni tenía conocimiento acerca de maniobras para aplicar en semejante circunstancia. El miedo lo paralizó, y lo único que pasó por su mente fue acudir a un hospital.

A las 12:45 p.m., un doctor apuntaba la hora exacta de defunción de la veterana María del Socorro. «Causa de muerte: asfixia, causada por un alimento atorado en el esófago». Desde ese día, el doctor Armando Juárez, no volvió a comer plátano cocido, sin cortarlo en pequeñas rebanadas, tras presenciar el cuerpo morado y pálido de aquella señora, en un estado vegetativo. ¿Y todo por qué? Por cuatro pesos.

A la semana, don Alfonso moría, sin que las honras fúnebres de su esposa hubiesen terminado. El propio día de la muerte del viudo, todavía se celebraba una misa a las cinco de la tarde, a nombre de María del Socorro. Algunos dicen que se deprimió, y otros -más escépticos- consideraban que él ya tenía problemas de salud desde antes, y que solo se trataba de mera coincidencia. 

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