Cuando Julio B. conoció a Paola, pensó ipso facto que ella era la indicada. «Es material para esposa», había razonado; aquella muchacha le había resultado la viva imagen de una mujer inteligente, sensata y hogareña. Sin vicios, ni excentricidades, Paola Márquez prometía ser una isla tranquila y paradisíaca para que este marinero por fin anclase su barco.
Después de ser un corsario que había disfrutado de atracar el tesoro que estuviese en frente, de ser un pirata de mil mares, que atrapaba mujeres por doquier, ya era hora de asentarse y pensar en el futuro. Llegando a sus treinta años, la vida avanzaba a un punto en el que las constantes refriegas, de fines de semana, de viajes a la playa, o en medio de fiestas, ya no eran posibles.
Aquel día, Julio paseaba con su adoración, una perrita cocker spaniel, de color negro, cuando vio a Paola, y lo supo. Ella era la respuesta a sus plegarias, la indicada para terminar con sus días de juergas amorosas. A pesar de haber sido todo un galán, adicto a las pesas y la hipertrofia, ahora ya no le llenaba a este Hércules, el seducir chicas gracias a una mezquina atracción superficial, y Paola demostraba ser un caso aparte. No se le acercó como otras, interesada por su buen físico, sino más bien encantada por Lola, la perrita del pirata, que le había acompañado por más tiempo que cualquiera de sus conquistas.
Una plática en el parque era el escenario para el inicio de una relación. Sorprendentemente, el lado cariñoso y paternal de Julio, había llamado la atención de Paola, curiosa por aquel adulto que cargaba con delicadeza y verdadero amor a su mascota, que más que una mera compañía, era su familia. Lola era su princesa.
Tras un año de salir juntos, decidieron casarse, estando los dos a las puertas de los treinta, por lo que no perdieron tiempo en formalizar la relación, inclusive parecía que Paola tenía todo el interés del mundo por sellar el contrato matrimonial. Había empujado a aquel mañoso pirata a las turbulentas aguas de los compromisos y formalidades. Ella estaba chapada a la antigua y era una de esas exquisitas damas que agendaban citas con los suegros para que el pretendiente pidiera su mano, e incluía en sus romances, citas a los parques para pasear juntos y ver el atardecer, además de todas esas actividades casi infantiles, que carecen de sentido en el mundo actual, como ir tomados de la mano y visitar la Iglesia juntos.
Cuando Julio se dio cuenta de que algo no andaba bien, ya era demasiado tarde. Estaba viviendo el sueño, salvo por el pequeño detalle de que había contraído matrimonio con una monja. Paola, en efecto, era casi una beata, que no tenía pasatiempos, más allá de acudir a misa los domingos y jueves, además de congregarse en piadosas cofradías, en las que una muchedumbre de señoras de la tercera edad, asistían a catequesis y diversas labores pastorales. Evidentemente, conversaban de la actualidad parroquial, adivinando si tal o cual cura había subido o perdido peso, compitiendo por quien rezaba más rosarios o podía repetir como una lora, más citas bíblicas.
En sus eternas charlas, a las que insistentemente Julio era invitado, el tema de la asamblea podía ser con respecto a cuál santo era el que se celebrase aquel día, o alguna larguísima reflexión espiritual en la que todo lo que Julio amaba salía tildado de satánico. Sí, hacer ejercicio era mera vanidad, y no conducía a nada más que la perdición espiritual. Salir a fiestas también, de hecho, cualquier actividad social que no fuese una celebración de la palabra, para después de darle lectura, escuchar hasta el cansancio las mil interpretaciones que cada uno de los asistentes les daba a las mismas líneas, lo era.
Solo una vez, nuestro administrador de empresa, y asiduo levantador de pesas, había caído en la red de Paola, cuando esta puso su carita más dulce y dijo: «Vamos, eres mi esposo, acompáñame, todas las demás llegan con su pareja a las actividades, por favor, estoy segura que te va a gustar». Y así, Julio había sido empujado a una reunión de la que, tras dos horas de intensa charla, solo había entendido que él era un pagano que merecía el infierno. Se había aburrido como nunca en su vida, incluso había intentado escaparse al acudir a su celular, pero este rápidamente había sido secuestrado por Paola, quien, con una mirada, había puesto en orden al antiguo pirata, del que ahora ya solo quedaba un león domado, sin melena. Ella era la ley y el orden, casi como el Papa en versión femenina.
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Léeme
NouvellesHistorias cortas interesantes. [Tres chicas y un escritor; Una serie de desafortunados eventos; La chica perfecta; La isla de los recuerdos; El cementerio maldito; El amor es una tragedia; entre otros relatos].