Capítulo 24.

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Tomas el sendero de la izquierda y caminas con cautela intentando no torcerte un tobillo entre piedra y piedra. A medida que avanzas se vuelve más complicado encontrar una zona libre en la que apoyar el pie, por lo que terminas caminando sobre el material pedregoso y perdiendo el equilibrio en varias ocasiones.

Con numerosas caídas a tu espalda y un dolor intenso en tu trasero acabas llegando a una gran montaña cuyo extremo superior se pierde entre las nubes. Echas la cabeza hacia atrás para contemplar el macizo en todo su esplendor, pero lo único que consigues es ganarte un dolor de cuello. Te masajeas la zona de forma inconsciente y reanudas la marcha, acercándote hasta la ladera en la que un objeto brillante llama tu atención. Te agachas para tomarlo entre tus dedos, pero de inmediato se te cae de las manos, no por torpeza, sino por una fuerte sacudida de la tierra que logra tirarte al suelo.

Bocarriba como estás, diriges tu mirada a la convulsa montaña y ves cómo un líquido anaranjado desciende por ella desde la cima. Necesitas unos segundos para procesar lo que ves y darte cuenta de que aquello a lo que miras no es otra cosa que lava ardiente. Te pones en pie con rapidez y empiezas a correr como alma que lleva el diablo, dejando atrás el objeto brillante y tu mochila. Nada de eso importa ahora.

Te volteas cada cierto tiempo para comprobar que estás a salvo, viendo cómo poco a poco la lava va recortando distancias y empieza a pisarte los talones. Los nervios se apoderan de ti. El pavor se huele en el ambiente. El corazón te late a mil por hora y las piernas te flaquean, no están acostumbradas a correr tanto en tan poco tiempo. Tus pulmones te imploran que te detengas y les des tregua, pero no dispones del tiempo necesario como para tomarte un respiro. Corres. No. Vuelas. Avanzas de una forma tan rápida como nunca creíste que fueses capaz de alcanzar.

Tu madre. Su perfume afrutado nunca te había parecido más intenso que en este momento. Es curioso cómo el cerebro es capaz de recrear una escena cuando crees que estás a punto de morir. Su risa. Esa risa estridente que siempre has odiado pero que ahora añoras y temes no volver a escuchar. Sus «te lo dije». Ojalá pudiera volver a recriminarte como suele hacer.

Echas un último vistazo atrás y empiezas a ser consciente de que vas a morir. Miras en todas direcciones intentando encontrar una forma de salvarte, pero no hay nada que te pueda ayudar. No hay nada más que un árbol a unos pocos metros.

Un árbol.

Te aferras a la idea de que si te subes a él podrás salvarte, y una carcajada demencial escapa de entre tus labios agitando todo tu cuerpo. Corres, aún más rápido que antes, das un salto a dos metros de distancia y te aferras al tronco del árbol con tanta fuerza que sientes cómo tus uñas se despegan de los dedos, pero no te inmutas. Tu cuerpo obvia el dolor y se centra en la supervivencia.

Trepas por el árbol y llegas a la copa, plagada de ramas y ramitas, y te subes sobre la más robusta que encuentras. Intentas no mirar hacia abajo pero el burbujeo del magma es como un susurro para tus oídos. Las gotas de sudor que plagan tu frente se van reuniendo en un mismo punto y acaban suicidándose sobre el manto anaranjado y no puedes evitar imaginarte sufriendo el mismo desenlace. Cierras los ojos con fuerza para obligarte a eliminar esa imagen de tu cabeza y te centras en la voz de tu madre, que te avisa de que el desayuno ya está listo. Es tu quinto cumpleaños y haces oídos sordos a sus ruegos, pidiéndote que bajes con ella a comer, que se siente sola, pero la ignoras. Termina subiendo a buscarte, con una sonrisa de oreja a oreja y una voz dulce, pero la esquivas. Le gritas que la odias, que no entiendes por qué no puedes tener una fiesta de cumpleaños como Noah, y que ojalá tus padres fuesen otros. Tu madre rompe a llorar y se vuelve por donde ha venido mientras que tú, ajeno a su dolor, sigues jugando con la videoconsola.

Aquellas palabras nunca te habían hecho sentir tan mal como ahora. Te arrepientes de haberlas gritado, pero sobre todo de no poder decirle a ella lo mucho que lo sientes. Rompes a llorar, gritas desconsolado que la quieres, que quieres volver a verla y, sobre todo, que no quieres morir.

El árbol empieza a crujir bajo tus pies y tu llanto se intensifica. Te aferras aún más a él, acostado sobre la rama con las piernas y los brazos rodeándola y clamas al cielo que quieres salir de esta. Tus lágrimas se entremezclan con tus mocos, abundantes, y escuchas un último crujir. El tronco del árbol se parte y te desplomas con él al grito de «no». El dolor es intenso, nada en el mundo es comparable a morir abrasado por la lava, pero por suerte es una muerte rápida.

Todo se vuelve negro, y entonces la escuchas.

—Te quiero, cariño.

Lo siento, ¡has muerto!

Vaya, parece que has llegado a una calle sin salida. Vuelve al capítulo 14 y reconsidera tu decisión.

 Vuelve al capítulo 14 y reconsidera tu decisión

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Un cumpleaños de muerte [INTERACTIVA] ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora