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   El mundo cambió demasiado rápido cuando se decretó el estado de alarma en cada país, por un virus que a la mayoría de las personas las tomó por sorpresa

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El mundo cambió demasiado rápido cuando se decretó el estado de alarma en cada país, por un virus que a la mayoría de las personas las tomó por sorpresa. Hacía días que Nazli Lebel se encontraba confinada en su departamento. Con mucho por hacer y nada a la vez, decidió salir al balcón a tomar un respiro. Sus vecinos solían hacerlo con regularidad. En tan poco tiempo, se empezaba a extrañar el mundo exterior. A veces parecía una situación de película, con nadie circulando por las calles, con los reporteros casi intentando maquillar la realidad.

Por los medios de comunicación, pronto se supo que se debía evitar el contacto con el resto de las personas para evitar contagiarse. No es que fuera una enfermedad extremadamente mortal, el problema era que, si toda la población se enfermaba, el sistema sanitario iba a colapsar. Era una nueva enfermedad en la que cualquier decisión iba a tomarse prácticamente a ciegas. Se anunciaba que era como una gripe más, aunque con síntomas más agudos y de mayor riesgo en personas de avanzada edad. Si se quería cuidar de ellos y de todos, había que guardar la distancia. Esto se fue entendiendo por la mayoría de las personas al paso de los días. Era complicado hacer que la población estuviera dispuesta a abandonar su vida anterior al virus y cambiar lo que venían haciendo desde casi el primer día de su existencia. Resultaba difícil hacerles comprender a las personas que, si se mantenían confinadas, podían cuidar a otros. Algunos simplemente optaban por hacer caso omiso, dando cuenta de lo inhumanos y egoístas que podemos llegar a ser como especie.

A Nazli, al principio le pareció que no iba a durar mucho, quizá otros tantos pensaron lo mismo. No estaba sola. Compartía la experiencia con millones de personas alrededor del mundo. Quizá fuera eso lo que pronto le hizo vivir una historia poco común y algo inimaginable.

Un día, al inicio del confinamiento, encontró una hoja con dobleces sobre el piso de su balcón, no imaginó lo que vendría más tarde. Le pareció extraño al no visualizar a nadie afuera. A veces, la situación le daba miedo. En donde antes solía haber ruido, risas, gritos y fiesta, ahora solo había silencio.

Antes de tomar la hoja se dispuso a mirar con atención a su alrededor. Buscaba algún indicio que le hiciera saber quién le había arrojado un avión de papel, en cuya ala se veía escrito: LÉEME.

Se sintió como la persona que encuentra algo que no es suyo y espera a que alguien más lo reclame, aunque no hizo falta esperar mucho, lo cogió al cabo de unos segundos y sin mirar atrás, volvió al interior de su departamento.

Era una chica curiosa, le encantaba ser sorprendida y esta parecía ser una de esas ocasiones en las que algo bueno podía surgir. Ilusionarse un poco cuando el mundo parecía ser un caos, era ideal para evitar caer en la ansiedad, la soledad y la desesperación, sobre todo por no poder conectar físicamente con otros. Podía parecer una locura, pero el gesto le hacía mucha ilusión.

Era un escrito extraño en medio del caos, la tecnología, el pánico, el confinamiento y el virus. Para ella la carta representaba, un momento de fraternidad, vamos que, con todos recluidos en sus departamentos, era imposible no volverse loco. «En tiempos como estos buscamos conexión. Luchamos contra nuestro instinto por mantener la cercanía, la comunicación y la socialización a la que tanto estamos acostumbrados», pensó cuando desdobló la hoja.

Aviones de papelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora