Expediente Sangriento

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Su nombre era Leroy Yánez, un joven de Caracas, Venezuela, que denunció a los 10 años de edad junto con su madre, los abusos y torturas psicológicas que tuvo que sufrir a manos de su padre. Su mamá también participó, aprovechando para confesar que ella también sufrìía de violencia domestica por parte de su esposo. Una vez que se llevaron preso al marido y padre del niño, ellos se mudaron a la casa del tío del Leroy, que quedaba en una quinta en Chacao.

Al llegar, las cosas habían estado muy bien, ellos solo se quedarían ahí hasta que su mamá vendiera la otra casa y guardara el dinero para comprar una más adecuada. Sin embargo, al pasar los días Leroy desarrollaba instintos homicidas, comenzando por secuestrar y asesinar a los gatos de los vecinos cercanos en la comunidad.

Un día, cuando su mamá arreglaba su habitación, se quedo sorprendida y aterrada al encontrar los órganos de más de diez gatos guardados en una caja grande dentro del fondo del armario. Fue por eso que ella lo llevó a recibir terapias psicológicas y psiquiátricas, para que la situación no empeorara.

A los quince años de edad lo inscribieron en un parasistema, por repetir tres veces el primer año del liceo a causa de su conducta y pelear siempre con los compañeros de clase en el recreo, llegando a dejar en estado de coma a más de uno.

A medida que le iba bien en el parasistema, ya con un buen amigo y con su novia, los problemas comenzaron con un grupo de cinco bravucones: tres chicos y dos chicas que comenzaron a acosar a su amigo y a la novia. Un día, Leroy faltó a clases y a la mañana siguiente, descubrió que su novia y su amigo habían sido retirados del plantel por culpa de los acosos y los golpes que recibían de los bravucones. Casualmente el día en que Leroy faltó.

Él, enfadado, pensó en una venganza para hacerlos pagar por lo que habían hecho. De pronto tuvo una idea y se dispuso a ponerla en práctica.

Ese viernes habló con los bravucones para invitarlos a una fiesta, cosa a la que no se pudieron resistir, aceptando su invitación. Leroy les dijo que pasaría a buscarlos a las siete de la noche, dentro de la plaza para llevarlos a la celebración.

A la hora de recogerlos y una vez que todos estuvieron dentro del vehículo, Leroy les convidó unos cigarros que había dejado ahí. Los jóvenes tomaron cada uno una caja de cigarrillos y comenzaron a fumar, perdiendo el conocimiento al terminarse el primer cigarro.

Leroy condujo hasta un extraño almacén. Dentro, Leroy subió al líder de la pandilla, a su novia y su mejor amigo a unas camillas, atándolos de los pies y de las manos, mientras que a la chica y al otro chico restantes los amarró en un par de sillas.

Cuando los chicos de las camillas despertaron, vieron a Leroy riéndose y le pidieron que los soltara. Él, callado y riendo, tomó una navaja y empezó a cortarle las arterias de las piernas al líder del grupo, para continuar haciendo una serie de cortadas en la cintura provocando que su dolor aumentara. El muchacho gritó mientras Leroy reía, disfrutando con su sufrimiento. Para terminar, cortó las arterias de los brazos y luego lo destripó, cogiendo sus órganos y colocándolos en su cara para firmar la escena con de manera totalmente sangrienta.

Feliz con su homicidio, repitió el procedimiento con la novia del aquel joven y su amigo. Disfrutando de la agonía, el dolor y el sufrimiento de los tres chicos a los que torturó y mató. Leroy se dirigió a los dos jóvenes que había amarrado en las sillas. Con miedo y pánico, ellos le suplicaron que los dejara vivir. Leroy agarró una plancha y le pega al chico, a la vez que usaba un yesquero para hacerle quemaduras en piernas y rostro, dejándole fuertes cicatrices para los años futuros. A la chica la torturó con un soplete, quemándole los muslos y vientre, golpeándola con otra plancha para el cabello. Ambos, demasiado heridos por las torturas que sufrieron, fueron soltados por Leroy y recompensados con un teléfono para llamar a emergencias.

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