El cabrito de mami

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Tomé las llaves de mi auto y salí con apuro de casa, pues era hora de recoger a mi hijo en la escuela. No había demasiado tráfico aquel día y los semáforos me tocaron en verde. Aun así, a ningún niño le gustaba esperar de más estando en un sitio como la escuela.

Justo cuando parecía que la suerte estaba de mi lado, la luz del último semáforo se torno roja. Me detuve escuchando la música que provenía del estéreo, y miré a mi alrededor. Vi a otros sujetos al volante, perdidos en sus propios pensamientos o frustrados por los minutos de tardanza. ¿Cómo culparlos? Cuando vives en una ciudad grande como esta, el tráfico puede ser de lo peor.

Traté de relajarme y miré hacia la acera, donde algunos transeúntes caminaban de forma distraída. Entonces la vi, una mujer que de inmediato llamó mi atención. Pero no por su atractivo, ni ninguna razón remotamente especial. Simplemente estaba de pie allí, inmóvil, con una expresión mecánica en su rostro y sus ojos oscuros fijos en mi persona.

No sabía por cuanto tiempo había estado allí, observándome, pero una vez que reparé en ella me fue imposible voltear a ver nada más. Y es que tenía una sonrisa enorme en el rostro, la sonrisa de una demente, con su cara pálida y los ojos muy abiertos de par en par, el pelo largo y descuidado franqueándole las sienes, y el vestido aquel, tan gris, tan pasado de moda...

La desconocida traía consigo a un pequeño niño, cuyo cabello acariciaba con ternura. El chiquillo cubría su rostro con una enorme máscara de cabra y vestía un trajecito marrón, muy holgado. ¿Qué clase de indumentaria era aquella para un infante? ¿Y por qué llevaba esa máscara puesta? Todavía faltaba mucho para Halloween.

Lo peor fue cuando la mujer alzó la otra mano y la agitó como para saludarme, siempre sin dejar de observarme. A cada segundo que transcurría la movía con más fuerza, como para instar al niño a que hiciera lo mismo. Este parecía incómodo y muy tímido; lo pude notar por la manera en que, lentamente, alzó su manita y comenzó a moverla para mí, de manera muy forzada.

Era inquietante.

Me volví hacia el volante, sin dejar de sentir su mirada penetrándome. De pronto me quería ir de allí. Fue un alivio que el semáforo se pusiera en verde.

Cuando llegué a la escuela, las maestras se sorprendieron. El niño no estaba en su salón. Mi esposa ya había pasado a recoger a mi hijo, hace unos pocos minutos, precisamente. Sin embargo, yo no estoy casado. Palidecí. Me entregaron una nota que ella había dejado para mí en dirección y la cogí con dedos temblorosos. El alma se me escapó del cuerpo al leer lo que ponía:

«No digas que no te di oportunidad para despedirte».

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