El circo del terror

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—¡Señoras y señores! ¡Niños y niñas! ¡Ya ha llegado! ¡Ya está aquí! ¡Es el fabuloso Circo de la Niebla! Entren y maravíllense con todas las cosas extraordinarias que encontrarán aquí.

Cuando Jennifer escuchó la gruesa voz de aquel desconocido, que anunciaba las caravanas que se abrían paso hacia la ciudad, solo se encogió de hombros y siguió mirando el cielo. Llegaban circos hasta Heaven Falls dos o tres veces al año. Todos eran iguales y armaban quilombo por unos cuantos días antes de partir igual que habían llegado.

Ella no les veía nada de especial. Ya había pasado el tiempo en que ese tipo de espectáculos constituían una auténtica novedad.

Sus amigos sin embargo, no parecían pensar lo mismo.

—¡Vamos! —dijo Will— A lo mejor podemos burlarnos de algún payaso.

—Odio los payasos —se quejó Eric a su lado, frunciendo el ceño.

—Pues por eso, so tonto. Igual y le hacemos una zancadilla a alguno que ande por ahí. Y si tenemos suerte, podemos ver a los animales.

—Sí, creo que eso es lo único que habrá de bueno en ese lugar.

Jennifer se levantó para acudir con ellos al sitio en que habían desplegado las carpas. Notó enseguida que aquel circo definitivamente no era igual que los anteriores. La carpa principal tenía el clásico diseño de rayas rojas y blancas, y en la verja de entrada, una máscara con una expresión inquietante daba la bienvenida a los visitantes. Parecía que estaba llorando.

—Pasen amiguitos, pasen al Circo de la Niebla —les invitó el presentador, un hombre rechoncho y de palidez cadavérica, que tenía una sonrisa inquietante.

—¿Cuánto cuesta? —preguntó Will.

—Nuestro primer día es gratis.

¿Circo gratis en una aburrida tarde de verano? Parecía un buen trato para tres niños que no tenían nada que hacer. Entraron.

Al pasar, dos payasos con sonrisas inquietantes los miraron maliciosamente y la niña sintió un escalofrío. Quiso volver atrás pero ya sus amigos habían entrado en la carpa. Así que fue tras ellos y lo que vio allí dentro, la dejó sin habla.

Las personas, hombres y mujeres, ancianos y niños de todas las edades, se retorcían de maneras extrañas en el suelo, soltando gemidos de dolor. Algunos bailaban. Otros hacían acrobacias imposibles con expresiones de terror en sus rostros. Otros no paraban de reír en medio de sollozos, haciendo actos payasescos. Sus gritos quedaban ahogados por la carpa, mientras en las afueras solo reinaba el sonido de las máquinas de algodón de azúcar y la rueda de la fortuna.

Y los acróbatas, los payasos y domadores, que antes habían sido como ellos, los miraban disfrutando con su sufrimiento.

—¡Este es nuestro circo! ¡El Circo de la Niebla! Todos entran sin pagar un precio pero de aquí, no salen nunca más —anunciaba el presentador desde alguna parte, emitiendo una risa macabra que a Jennifer le heló los huesos.

Y cuando volvió a mirar a su alrededor, supo que era verdad, pues no encontraba la salida.

Ahora ellos también eran parte del espectáculo.

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