Retrato abstracto

14 2 0
                                    

Era un mendigo que vivía en la calle y subsistía a base de limosnas. Yo solía verlo a menudo, merodeando por ahí. A veces cuando podía, le daba una moneda. Antes lo único que hacía era pedir dinero, pero luego se puso a pintar. Acudió al centro de reciclaje y buscó latas viejas con restos de pintura. A lo mejor ahí también consiguió su brocha, porque Dios sabe que no tenía ni para comer.

El caso es que desde entonces comenzó a pintar de todo en lonas viejas, tablas, papel usado... todo lo que pudiera usar para plasmar paisajes, animales callejeros, edificios... y no lo hacía nada mal. De hecho, creo que hubiera podido convertirse en un gran artista si no se hubiera dejado llevar por el vicio.

El tipo vendía sus pinturas por centavos y luego se gastaba todo el dinero en licor. No tenía remedio.

Todo cambió cuando un día, comenzó a ofrecer retratos personalizados. La gente le pagaba y él pintaba sus rostros. Pero aquello no salió tan bien como esperaban, pues a nadie le gustaban aquellos cuadros. Y yo no entendía por qué.

Fui con una de mis vecinas a las que el mendigo les había hecho retratos y le pedí que me dejara ver el suyo. Aceptó, con mucha incomodidad. Era bellísimo, una auténtica obra de arte.

—Es precio —dije con confusión, ¿por qué ocultar algo así?—, bastante realista.

Aquello fue suficiente para disgustarla y que me echara de su casa. No me importó. Fui a buscar al mendigo para que me hiciera uno a mí. La pagué un par de dólares y me dijo que lo tendría terminado al siguiente día.

En el plazo acordado, fui a buscarlo a su puesto callejero solo para darme cuenta de que no había nadie. Eso me habría enfurecido, de no ser porque encontré un lienzo cuidadosamente cubierto, que tenía mi nombre en él. Encima había solamente una nota que ponía «Buena suerte». Mi retrato.

Lo destapé y el horror me recorrió el cuerpo entero. Aquel no podía ser mi rostro.

Me había deformado completamente, a tal grado que me dolía mirarme en aquella pintura. Los insectos trepaban por mi rostro y los cuervos se alimentaban de mi carne. Había pintado el retrato de un cadáver. De mi cadáver.

Me había quedado en tal shock, que cuando escuché una voz a mis espaldas, me sobresalté.

—Hey, que buen retrato —dijo mi vecino, mirando la pintura con admiración—, yo también quiero uno.

Lo miré y tuve que contener un grito de terror. Estaba completamente deforme, y cuervos e insectos se comían la carne putrefacta de su cara. Se veía igual que yo. Ahora todo lo que veo es terrible y espantoso. Todos a mi alrededor parecen estar muriendo. Desde ese día nada ha ido bien, ahora comprendo porque a nadie le gustaban los retratos de ese hombre.

Lo peor es que todos mis amigos dicen que quieren hacerse uno. Y yo no sé como convencerlos de que no lo hagan.

Historias de terrorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora