El experimento ruso del sueño

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A finales de la década de los 40, un grupo de investigadores en Rusia decidió averiguar que ocurriría si mantenían a cinco personas despiertas a lo largo de quince días. Para ello, emplearían un estimulante especial a base de gas. Encerraron a los sujetos de prueba en un ambiente sellado, en el que pudieran monitorear a detalle el uso de oxígeno. Debido a la alta concentración de gas, debían asegurarse de que este no los matase. En aquella época todavía no se inventaba el circuito cerrado, por lo que tuvieron que instalar micrófonos y ventanas cuyos vidrios tenían un grosor de cinco pulgadas, para poder observarlos. La habitación estaba repleta de libros, tenía agua corriente, baño y comida suficiente para que los cinco sobrevivieran por un mes. Además pusieron cobijas para dormir. Pero no había ninguna cama.

Los hombres empleados en el experimento eran prisioneros políticos y de guerra, considerados como enemigos del estado durante la Segunda Guerra Mundial.

Los primeros cinco días todo transcurrió bien. Era raro que los individuos se quejaran pues, (aunque era una mentira) se les había prometido que serían puestos en libertad si participaban en la prueba voluntariamente y resistían sin dormir los treinta días. Todas sus actividades y conversaciones fueron monitoreadas y fue entonces los científicos se dieron cuenta de que, a medida que pasaba el tiempo, comenzaban a hablar sobre recuerdos traumáticos de su pasado.

Luego de cinco días todo cambió. Los prisioneros comenzaron a quejarse de los eventos y situaciones que los habían llevado hasta ahí y también a mostrar síntomas preocupantes de paranoia severa. Ya no hablaban entre ellos y en cambio, murmuraban frente a los micrófonos. Extrañamente, era como si todos pensaran que podían ganarse la confianza de sus captores si traicionaban a sus compañeros. Al principio se supuso que esto era un efecto colateral del gas.

A los nueve días el primer prisionero comenzó a gritar. Corría por toda la habitación y no dejó de gritar por tres horas consecutivas. Después intentó seguir gritando, pero ya solo era capaz de lanzar un grito de vez en cuando. Los científicos llegaron a la conclusión de que había se desgarrado sus cuerdas vocales. Pero lo más sorprendente de dicha fue la reacción de sus compañeros. O más bien, la falta de reacción... seguían murmurando en los micrófonos hasta que el segundo de los prisioneros se puso a gritar. Dos de los hombres que no gritaban, cogieron libros para defecar en las páginas y, de la forma más tranquila y casual, los colocaron encima de las ventanas. Los gritos pararon de pronto.

Igual que los murmullos en los micrófonos.

Tres días más pasaron. Los científicos revisaban frecuentemente los micrófonos para comprobar que funcionaban, ya que consideraban imposible no escuchar ningún sonido estando cinco personas dentro. Los niveles de oxigeno indicaban que todos continuaban con vida. De hecho, el nivel de oxigeno era el necesario para cinco individuos que realizaran un ejercicio físico intenso. Durante la mañana del día catorce, los investigadores hicieron algo que no estaba permitido para llamar la atención de los hombres: usaron el intercomunicador, esperando provocar alguna respuesta en ellos. Temían que hubieran muerto, o que se encontraran en estado vegetal.

—Vamos a abrir la habitación para probar los micrófonos —anunciaron—. Aléjense de las puertas y recuéstense en el piso con las manos tras la espalda o les dispararán. Si obedecen, uno de ustedes será puesto en libertad.

Cual fue su sorpresa, cuando una única frase se escuchó, pronunciada con completa calma:

—No deseamos ser liberados.

Esto generó una gran discusión entre los científicos y y los militares que financiaban el experimento. Sin lograr obtener más respuestas por el intercomunicador, finalmente decidieron abrir la habitación a la medianoche del día quince.

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