C1: El sueño de una peculiar flor

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Estoy en un escenario cantando la última estrofa de mi canción. Puedo sentir las luces de los reflectores en mi cara, cegándome, pero no lo suficiente como para no ver al mar de gente que tengo delante de mí. El público está gritando y aplaudiendo como si se les fuera la vida en ello. Se me llenan los ojos de lágrimas y sonrío a más no poder. Este definitivamente ha sido el mejor concierto de mi vida.

—¡Otra, otra, otra! —coreaban, ¿y quién era yo para negarles el gusto?

Indiqué a la banda con una señal para que prosiguiera con la siguiente canción del repertorio. Dejé el micrófono un momento para ir por mi fiel guitarra, La chula, y la conecté al amplificador. De inmediato sentí una corriente eléctrica viajando por mi cuerpo, era la energía del público, algo me lo decía. Y es que estaba pasando lo impensable, mi vida se había encaminado en el curso que siempre soñé.

Este era mi momento.

Lleno de emoción, pasé mis dedos por las cuerdas, pero en vez de la melodía que esperara que saliera, un estridente sonido hizo que todos se taparan los oídos, incluyéndome.

—Pero qué....

Desperté dando un brinco en la cama. Con los ojos aún cerrados, busqué a tientas sobre la mesa de noche con una mano hasta que localicé mi celular. Apagué la alarma con pereza y me volví a ocultar bajo las sábanas en un intento desesperado de volver a dormirme. Tal vez este era el verdadero sueño y solo era cuestión de concentrarme para volver a la tarima.

—¡Aris! Mi Aris, ya lavántate —reconocí la voz de mi madre, quien pronto me despojó de las sábanas, llevándose mi calor y trayéndome a la realidad—. Vas a llegar tarde a la escuela.

—No... —me quejé alargando la "o", y me aferré a mi almohada como si fuera mi ancla a la cama—. Estaba teniendo un sueño muy bonito —apreté los párpados con fuerza cuando sentí la luz del sol en mi cara, prueba de que mi madre había abierto la cortina—. Cinco minutos más —supliqué.

—Ni cinco minutos más, ni que nada. Ándale, ya —logró incorporarme jalándome de los brazos, cual muñeco de trapo, hasta dejarme sentado—. ¿Y cuantas veces te he dicho que el suelo no es lugar para la ropa?

Cuando al fin abrí los ojos resignado de que había perdido el mejor sueño de todos, me encontré con el entrecejo manchando su lindo rostro. Supuse que eso era a causa del montón de ropa al pie de mi cama, o al menos creía que ahí estaba. Yo todavía seguía frotándome los ojos, así que no podía corroborarlo.

Mi madre me dio una última advertencia antes de salir. No quise darle más largas así que me levanté y fui directo al baño a darme una ducha rápida.

Hoy era el primer día en la escuela y yo seguía sin verle sentido al que siguiera asistiendo ahí.

No era el único que lo pensaba, hace un año mis padres y mi abuela paterna —la única que me queda— discutieron acaloradamente sobre si yo debería seguir yendo a la escuela o no. Estábamos pasando por una crisis económica y necesitaban más mano de obra en la pesquería familiar. Consideraban que yo, a mis 14 años de ese entonces, podía empezar a trabajar a tiempo completo como pescador en vez de perder valioso tiempo a un lugar que me llenaría de conocimientos que al final no me iban a servir. Al fin y al cabo, si mi destino en esta vida era volverme pescador como mi padre, ¿por qué no adelantar lo inevitable de una buena vez? Además que la escuela ahora era un gasto del cual ya no podían darse tanto el lujo, argumentaba mi padre y mi abuela le dio la razón.

Sin embargo, mi madre consiguió convencerlos de que siguiera estudiando. No fue tarea sencilla, le tomó largas pláticas y mucho poder de persuasión para aminorar las pretensiones de Imelda Sierra de Córcega. Le explicó que era importante que yo pudiera hablar de cosas interesantes cuando buenos prospectos quisieran negociar o conseguir socios cruciales, y para esto era vital que siguiera asistiendo a la escuela. Hasta yo estaba de acuerdo con eso.

𝓜𝓲 𝓼𝓲𝓻𝓮𝓷𝓪 - ᴀʀɪꜱᴛᴇᴍᴏDonde viven las historias. Descúbrelo ahora