C14: Buenas intenciones

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Las clases estaban siendo tan aburridas como de costumbre. Ecuaciones por aquí, cigotos y átomos por acá. La mañana había sido una insufrible zombificación de los sentidos primarios. Al menos hasta que el profesor Hugo anunció un paseo al boulevard. La obra de la escuela será en un par de semanas y tendremos un stand especial para ayudar a recaudar fondos.

Sinceramente, mi mente se quedó en blanco en el instante que entendí a dónde iríamos. Es decir, ¡de todos los lugares del pueblo!... me harían anhelar ver a Neptuno más pronto de lo usual. Aunque tampoco era queja... quizá pudiera contemplarlo a lo lejos, echar unas sonrisas tontas y recargarme del bienestar que su sola presencia me regala. Así que sí, por fin ir a la escuela me dejaría algo bueno.

Cuando sonó el timbre, nos formamos y nos enrumbamos al lugar. La clase entera estaba en sus propios asuntos: Camila súper entretenida hablando con una amiga, Zack y Ben susurraban palabrotas y se reían de eso como las zarigüellas de La era del hielo, y yo con una sonrisa de oreja a oreja que era incapaz de disimular. No podía culparme, mis padres fueron tajantes: de la casa al colegio, del colegio a la casa, de la casa a alguno de los negocios, y regresaría con ellos. Nada de pausas, de paradas, de desvíos, de que "me dijeron para ir a comer unas nieves". Era el vivo ejemplo de un cautivo.

Pero gracias al profesor Hugo, ninguno podría acusarme de incumplir el castigo. ¿Cómo iba yo a negarme a ir al boulevard cuando la mismísima autoridad lo pide? No, señor. Soy un ciudadano de principios y valores.

Mi sonrisa era un faro que despuntaba la caminata. Quería ser el primero en llegar para ser el último en irme, escabullirme para ver si Neptuno se daba cuenta de que estaba cerca. Un par de miradas y podría ir a la cama de buen ánimo.

Llegamos relativamente rápido. Había pocos lugareños y turistas. La brisa estaba un poco fuerte y había un tono dulzón en el aire. Cerca del muelle, unos jóvenes con pintas de universitarios jugaban al voleibol de playa. Sudados, brincaban y se mordían los labios en cacería de la pelota. Fue por los chillidos de mis compañeras que advertí lo musculosos que eran. De hecho, si tuviese que calificar, diría que estaban guapos... pero no superaban a Neptuno. Aproveché esa distracción caída del cielo para irme a las pocitas. Estaba tan privada y mágica como siempre, no tanto como en la noche, pero la simple anticipación de vernos bastaba para hacerlo todo más especial. Sin embargo, no había rastro de él.

Me acerqué a la orilla. Chapotee para matar el tiempo. También miraba a lo lejos con la mano de visera tratando de ubicar su isla privada. Comenzaba a llenarme de ansiedad. Tendría 30 o 40 minutos a lo sumo para verlo y no sabía si lo lograría. Podría estar en su hora de almuerzo, o tal vez en una reunión importante, quizá nadando con tiburones u otras sirenas.

Por suerte, los alaridos de mis compañeras me avisaban de que todavía había chance, así que me mantuve optimista. Esta era una apuesta arriesgada y aún así no podía evitar alegrarme y llenarme de una expectativa enorme.

Es que... cada vez que nos vemos, me siento bien.

Seguí esperando. Las chicas seguían coreando las anotaciones de los universitarios. Por encima de mi cabeza, una gaviota daba vueltas y vueltas. Las olas estaban mansas, el calor picoso, daba sed y casi nada de sombra para resguardarse.

Entonces en una de esas, los gritos se hicieron desaforados, tanto que me salí de las pocitas —porque siempre chismoso, nunca inchismoso—, y cuando lo hice, sentí que se me reseteaba el cerebro. Neptuno estaba de pie estaba cerca del muelle. Parecía entusiasmado pues su sonrisa era casi tan despampanante como la mía. Las manos enganchadas a su cintura, totalmente abstraído viendo el improvisado juego. Con el traje de baño, no levantaba sospecha alguna, solo mi felicidad que se elevaba al cielo. Empecé a correr. Podría pararme a su lado y fingir que hablábamos del clima, del voleibol, de lo que sea, pero de pronto me di cuenta de que levantaba ambos brazos para acomodarlos en la cintura de dos chicos. Uno a cada lado. El güero le hablaba al oído demasiado cerca, y el pelirrojo le acariciaba la cabeza igual que lo he hecho alguna vez.

𝓜𝓲 𝓼𝓲𝓻𝓮𝓷𝓪 - ᴀʀɪꜱᴛᴇᴍᴏDonde viven las historias. Descúbrelo ahora