POV OMNISCIENTE
El cuerpo de un chico se desplomó en la arena. De sus labios azulados se desprendió un último aliento de vida. La deidad masculina bufó, eso era lo malo de subsistir de humanos, seres tan frágiles que nunca duraban lo suficiente para saciar las demandas de sus voraces pretenciones.
—Este ni siquiera pasó de la semana... —comentó su siuaiknitl haciendo acto de presencia entre las rocas musgosas hasta quedar a unos metros de distancia. Fastidiada, negaba con la cabeza—. Si pronto no tomas a ese amanali, la ausencia de ciertos humanos —enfatizó atravesándolo con sus perlas aceitunas— comenzará a ser sospechosa —afiló finalmente echando una mirada indolente al par de cadáveres desperdigados sobre la arena blanca.
Él la miró ofendido. ¿Por qué justo llegaba cuando la euforia en sus venas estaba en el punto más alto? Era como cortarle la digestión o sufrir un coitus interruptus sin eyaculación. Una verdadera desgracia.
Desnudo y en su forma humana, con el par de soles fulgurando en la oscuridad cómplice de sus caprichos, le devolvió la ferocidad que fuese lo último visto por aquel pobre diablo que aún yacía caliente y pálido a sus pies.
—¿Me estás culpando?
—Solo digo que desde que empezaste tu experimento, tomas más amanalis que de costumbre, y cada vez te duran menos. Entiendo que te estés divirtiendo, pero piensa en mí. ¡También tengo necesidades!
—Eres tan paranoica —rodó los ojos—. Me tomé un amanali tuyo una vez y ya crees que voy a robarte todos los demás.
—¡Era mi favorito!
—¡Cómo si no tuvieras un nuevo favorito cada día!
La mujer soltó un alarido agudo del puro enojo, un grito que hubiera roto vidrios y los tímpanos de cualquier mortal, pero para él simplemente fue una rabieta y ruido molesto. Las aguas se alzaron creando un remolino alrededor de ellos, alborotando cabellos, collares y las copas de las palmeras. Oro y esmeralda se dedicaron segundos de duelo mudo hasta que el agua cayó de golpe y ella desapareció lanzándose a la costa.
—Llorona —masculló sin voltear a ver cómo se transformaba para irse en su forma original. Pero la altanería le duró lo mismo que un suspiro. No negaría la intermitente alarma que señalaba su siuaiknitl. Era cierto, los chicos que perdieron su vida en las últimas horas lo corroboraban, su ansia era atroz. Sin embargo, eso tampoco significaba que lo admitiría en voz alta. De los dos, él siempre fue quien procuró que los amanalis les duraran más tiempo, quien siempre dio un trato "más delicado", si se le podía decir así, porque le gustaba disfrutarlos en toda su extensión. Graciosamente, ahora guardaba todas esas consideraciones solo para un humano.
Pero, ¿qué otra opción tenía? Si no se saciaba lo suficiente antes de los encuentros con Aristóteles, no tendría el autocontrol que necesitaba. Las reacciones que obtenía de su cuerpo, la transformación de su música, las chispas de su alma mutando, todo estaba resultando muy interesante y entretenido como para acabar con ello tan rápido.
¡Aunque qué grosero había sido ese día! Lo había llevado a su isla secreta, mostrándole cada una de sus riquezas y de todas formas ¿él prefirió volver a esa pequeña casa en aquel pueblo?, ¿ese de pobre educación y gente que claramente no veía su verdadero valor? Lo molestaba de sobremanera que la autoridad de sus padres siguiera imponiéndose sobre la suya. ¡Él era un Dios! ¿Qué podían darle sus padres que él no?
Resopló. Eso de llevarse amanalis sin emplear el canto y el perfume estaba resultando un poco más complejo de lo que había pensado. Tampoco es que tuvieran posibilidad de escapar de no estar bajo sus efectos, pero los mantenía dispuestos y tranquilos mientras estaba con ellos. Cuando ya no los necesitaba, solo se iba, por lo que no tenía que preocuparse por los gritos y llantos que devenían al volver a sus sentidos. No podía darse el lujo de hacer eso con Aristóteles. Más allá de que afectaría su predisposición, había descubierto que disfrutaba mucho de provocar reacciones en él y, paralelamente, verlo llorar le desagradaba en exceso. En su divina opinión, amanalis como Aris no deberían tener permitido llorar a menos que sus lágrimas fueran de alegría o placer.
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𝓜𝓲 𝓼𝓲𝓻𝓮𝓷𝓪 - ᴀʀɪꜱᴛᴇᴍᴏ
Hayran KurguAristóteles es un adolescente destinado a heredar la profesión de su padre pescador. Sin embargo, él ama la música y tiene el corazón de un artista. Cuauhtémoc, Dios de los mares, pasa los días de su larga vida secuestrando humanos por placer. Ningu...