Luz afuera

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Sanemi no es la clase de persona que habla sobre lo que siente. Aprendió a sorberse la nariz y apretar fuerte los labios cuando tenía ganas de llorar desde que se quedó huérfano, porque si lloraba Genya lloraba también y era su deber ser fuerte, sacar la cara por los dos y hacer que su hermano menor no sintiera tristeza, hambre, frío. Todo iba adentro, incluso la alegría. Afuera sólo podía mostrar rabia, amenaza, rudeza. Menos con Genya, para él las palabras dulces que recordaba les daba su madre, esa mujer siempre sonriente y valiente que nunca nadie sabría cómo acabó al lado de un hombre tan podrido y al que lo único que tenía por agradecerle era haberle dado a Genya.  Podía ser un tipo intimidante, con el rostro surcado de heridas y la profundidad negra de sus ojos, espirales al vacío, pero con Genya se dejaba romper, jurando que sería su única debilidad y motivo para seguir adelante. 

Hasta que los gemelos llegaron, tímidos copitos de nieve, para obligarlo a expandirse un poco más. Era su forma de protegerse uno al otro, lo dulce que era Mui, lo testarudo que era Yui, pero esa necesidad compartida de alguien que los guiara, que alguien de vez en cuando les palmeara la espalda, lo llevó a ofrecerle al patrón llevarlos a su casa mientras se adaptaban a la rutina y aprendían los protocolos. Los niños parecían recelosos al principio, siempre tomados de la mano, durmiendo en el sillón y procurando no pedir absolutamente nada. Incluso trataban a Genya, sólo un par de años mayor que ellos, con el respeto de un adulto. Pero eran niños, por muy duras que fueran sus circunstancias actuales, y al final un día cuando debió ir a una misión sin ellos y volvió a casa, encontró a los niños jugando a las escondidas. Cómo olvidar ese momento si fue su punto de quiebre final, cuando Yui lo jaló de la manga, escondido bajo el lavamanos, poniendo su dedo en sus labios, pidiéndole que guardara el secreto. Y él se quiso integrar, tomando a Yui en brazos en silencio y ambos escondiéndose en el pequeño cobertizo en el patio. Fueron los últimos en ser encontrados y las risas desde entonces se volvieron parte de su rutina. Fuera, en el mundo real, no podía hacer nada por los gemelos, pero en su casa les construía fuertes con sábanas y cojines, adornaba sus camas con estrellas y planetas fluorescentes. Junto a la marca de crecimiento de Genya puso las suyas, junto a los disfraces de Genya puso los suyos para los festivales escolares aunque ellos por supuesto no asistían. Les secaba las lágrimas y besaba sus frentes, los dejaba dormir junto a él cuando tenían pesadillas y se apuraba a tener una respuesta para todas sus preguntas. Eran sus niños, los tres, y así lo sabían todos. 

Por eso dolió ver a Mui comenzar a crecer fuera de su capacidad de limitarlo, porque , realmente no era su familia y no tuvo nada qué rebatirle cuando su florecita de nieve le abofeteó con esa verdad. Porque por mucho que odiara que Tanjirou estuviera contribuyendo a hacerlo crecer más rápido, no podía ser tan hipócrita para frenarlo. Él salía a las calles, hombro con hombro con Mui y sabía lo inhumano que podía llegar a mostrarse si la situación lo requería, porque su pequeño monito también tenía sus lados oscuros y amargos y podía ser muchas cosas menos débil. No era sólo la ternura por ser los menores lo que les hacía los favoritos del Patrón, era que Muichirou era impecable en su trabajo. Si debía morir, debía morir, decía con los labios en una línea sin expresión, jalando el gatillo a una distancia lo suficiente prudente para no salpicar una gota innecesaria de sangre. Si debía sufrir, debía sufrir, decía con los ojos menta apagados mientras se colocaba los guantes y abría su mente a todos los dolores que podía infundirle a otro ser humano sin el más mínimo remordimiento. Muichirou era dulce, cariñoso y adorable cuando se trataba de él, de su hermano o de Tanjirou. Pero había aprendido su lugar y no le temblaban las manos para defenderlo, para erguir con orgullo la cabeza cuando otra rama de glicina iba a cubrir su cuerpo, extendiéndose ya hasta sus piernas. No había tenido el coraje de sacar a los niños de la mafia cuando era oportuno, ofreciéndose quizá a adoptarlos y encargarse de ellos, pensando que quizá no sería capaz de criarlos a los tres  y ahora era demasiado tarde. Lo supo cuando en la despedida de soltero de Tengen, Tanjirou se emborrachó lo suficiente para comenzar a soltar sus secretos de alcoba, con Muichirou al lado muerto de la risa al igual que el resto. Y quizá había sido un imbécil por comenzar a golpearlo, pero tampoco era como si Tanjirou no se hubiera defendido. Si Muichirou no se hubiera entrometido, muy probablemente alguien hubiera acabado con un disparo esa noche. Estaba enojado, decepcionado de nadie más que de él mismo por haberle fallado. Porque Mui todavía no cumplía ni los trece cuando Tanjirou llegó a su vida y no se suponía que eso pasara tan pronto.  

Velvet MouthDonde viven las historias. Descúbrelo ahora