(Nuevo) Capítulo 1

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Los pastos se mecieron cuando sentí aquella calidez divina y tan triste. A la distancia escuché la voz cantante que esperaba; cinco días los tacones de su dueña hicieron eco al atravesar mi recinto de ida y vuelta. Siempre cantaba la misma canción, casi ausente, como si no hubiera nadie que la escuchara. Nada la perturbaba. Su voz era clara y suave, pero el sentimiento que transmitía apretaba el corazón de uno que hasta parecía que iba a romperlo.

Varias veces quise preguntarle a qué se debía esa tristeza que quedaba conmigo un rato largo aunque ella estuviera lejos. Sin embargo, una parte de mí sabía que lo más acertado era darle espacio; después de todo, le sería difícil abandonar la identidad construida por toda una vida para cargar el peso de la humanidad sobre sus hombros.

Al tercer día que pasó por la primera casa me acerqué a saludarla. Ella me miró con dulzura y devolvió el gesto. Intercambiamos un par de palabras insignificantes, pero la dejé ir tras dedicarle una reverencia. Nunca aparté la mirada de su cabellera lacia y antes de perderla decidí ir tras ella para averiguar a dónde se dirigía.

Caminó al lugar más recóndito del Santuario, más allá del bosque: la fuente de Athena donde curaban las heridas de los santos de bronce. Sabía cuán grande era el aprecio que les tenía y recordé la misión tan dura que debieron enfrentar unos días atrás, en la que incluso pusieron sus vidas al límite en nombre de la diosa. No obstante, en el fondo me sentía intranquilo y su canción no ayudaba:

Los fragmentos de mis sueños, la persona que amo,

la forma del amor que imaginé,

siempre, siempre los seguiré buscando.

Me quedé escondido entre los árboles mientras Athena caminaba de un lado a otro a metros de la entrada con la frente arrugada. Cada tanto cerraba los ojos y respiraba hondo o se detenía con la mirada en el cielo.

En una de esas vueltas cantó. Me recosté contra un árbol para dejar que su voz llegara a mí. Para mi sorpresa, con todos los viajes de la diosa a través del templo bajo mi custodia había logrado aprendérmela.

Cuando Athena terminó de cantar juntó las manos con los dedos entrelazados sobre el pecho y pronunció un nombre que llegó a mis oídos como si me lo hubiera susurrado:

—Seiya.

Al sexto día decidí ayudar a mi diosa en un terreno para el cual no había entrenado. Estuve en la fuente desde temprano con la excusa de querer información sobre el estado de los caballeros de bronce. Aproveché a verlos uno por uno: estaban tan débiles que parecía que la brisa más ligera les volaría la vida. Me dolía el pecho de sólo tenerlos enfrente, en especial al santo de Pegaso.

No era que yo no sintiera la más mínima empatía por ellos, al contrario, les estaba muy agradecido de haber confiado en mí y de haberme permitido regresar al Santuario después de tantos años. Sin embargo, me perturbaba pensar en cómo se había llegado a esa instancia, en todos los guerreros que habían caído, en lo desprotegida que se encontraba nuestra fortaleza y, para colmo, los propios sentimientos de Athena. Entonces debía recordarme a mí mismo sobre mi maestro, el gran patriarca Shion.

Aunque quisiera, mi cosmos sólo podía curar las heridas de los santos de bronce; despertar dependía de ellos.

Regresé a la entrada de la fuente y no pasó mucho hasta que sentí que Athena se acercaba angustiada. Su voz terminó de cantar a la salida del bosque:

La, la, la, la, la, la, la, la, la

La, la, la, la, la, la, la, la, la, la

En lugar de lágrimas dame una canción tierna

Una cicatriz dulceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora